sábado, 3 de agosto de 2013

Maura Brescia. Mi carne es bronce para la historia. Salvador Allende, la verdad de su muerte. 2014

La verdad política, al igual que la verdad literaria, es un bien intangible que brinda una luz cuyo propósito es iluminar y, sobre todo, guiar, es decir, servir de faro en las noches más oscuras de la historia para, siguiendo la metáfora, no naufragar en las aguas encrespadas y renegridas de todo aquello que menoscabe la felicidad, la integridad y el pleno desarrollo del individuo. Sabemos que la verdad es difícil de hallar y que muchas veces se le suele contrabandear como la realidad misma en un ocioso e innecesario ejercicio de analogía. La verdad nos hará libres, refiere cierto pasaje de uno de los “libros sagrados” en medio de un mar de mentiras; la verdad es un atributo divino, junto con la bondad, la belleza y la unidad, según algunas doctrinas de la Antigüedad; la verdad es, para algunos, absoluta, y para otros, relativa; la verdad es un derecho ciudadano en la medida que es un preciado bien de la humanidad… y podríamos seguir con estas bonitas palabras, pero sin tocar realmente fondo ni sustantiva consistencia. El problema de la verdad es su propia naturaleza abstracta, fruto de una ideación ancestral, transmitida de generación en generación, que ha pasado por tantos matices como por el complejo alambique de mentiras, dejando a su paso deyecciones que se han convertido en verdades oficiales, dictadas por los que escriben e imponen la historia, es decir, solo un aspecto parcial, incompleto y tendencioso de lo que pretende ser la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. La verdad se construye por medio de artificios lingüísticos y hasta mecanismos ideológicos de toda ralea que traicionan su esencia misma, su misterio último, y su proyección física y metafísica, para hacer del pacto de lo que se dice con lo que se siente o se piensa solo una puesta en escena, un espectáculo banal e inconsistente de depreciado valor. La verdad es un anhelo, un ideal, un propósito que mueve al mundo cada vez más entorpecido por una dinámica de medias verdades e incertidumbres patrocinadas por grupos que anteponen sus intereses sobre el bien común. En un mundo cambiante, que no puede permanecer quiescente, la verdad se erige como la propiedad que tiene una cosa de mantenerse siempre sin mutación alguna, o sea, igual, la misma eternamente, por ello el afán de rechazarla, rezagarla o encubrirla. En este punto, se puede advertir que lo cierto de la verdad es su ineficiencia y falta de imperio en el mundo euclidiano que, como algunos saben, se desbarata a la “luz” entrópica de lo cuántico. Desde este enfoque, la verdad política se emparenta aun más con la literaria, pues se construye casi con los mismos elementos, o sea, con la mímesis, la verosimilitud y la ficción —y el pacto que esta implica, el cual asegura que los lectores deciden creer en lo que escucharán o leerán, a sabiendas de que todo es una gran fabricación, un magnífico invento, una absoluta mentira—. Al igual que la otra, la verdad política tiene una línea de flotación apenas sólida y estable, en buena medida porque es producto de un artificio… y dar en este punto débil significa desbaratarla. Y cuando la verdad política se deconstruye, se desmonta de su promontorio publicitario, aparece la verdad a secas, como una corriente que vivifica para darnos una luz poco común, y guiar al mundo hacia un espacio inspirador, regido por la esperanza e ideales relacionados con el correcto proceder. En esta tarea mucho tiene que ver lo que ocurre con el héroe, con aquel individuo que ofrece su vida por una causa superior, noble y emblemática, con un fin de trascendencia que va más allá del sacrificio político-partidario, para erigirse en modelo y molde no tanto para las personas de su tiempo sino para los individuos aún por nacer y sus descendientes y las siguientes generaciones. El héroe no surge de pronto en sus coordenadas espacio-temporales. No es un hongo que aparece de pronto en una zona oscura. Empieza a existir como materia consistente e incorruptible algún tiempo después, para pervivir en la mente de su nación, y prepararla para afrontar en mejores condiciones las jornadas de lucha que el futuro le depara. De acuerdo con El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito, de Joseph Campbell, el ciclo del héroe consta de doce pasos. Este empieza con el mundo ordinario que rodea la vida del héroe, luego sigue la citación a la aventura (a la posibilidad de seguir el llamado y dejar el cómodo mundo normal). El tercer paso es el rechazo natural de la llamada, el temor al cambio basado en dudas, vacilaciones y debilidades. Tras la aceptación, está el encuentro con su maestro y guía. El quinto paso significa el cruce del primer umbral, en otras palabras, el inicio oficial de las aventuras del héroe. Esta etapa es la antesala de las pruebas que le impondrán tanto sus aliados como sus enemigos, y esta representa la médula de la existencia del héroe como tal. En el paso siete, el héroe, debidamente entrenado, ingresa en la cueva más profunda de su contexto, a fin de cumplir la misión la más importante, es decir, enfrentar a su peor enemigo, que a  veces puede ser él mismo, proyectado como dios o demonio. La etapa siguiente es la prueba decisiva del héroe, en la que se juega el todo por el todo: nada menos que su vida y prestigio. La novena etapa es el premio, la adquisición del objeto del deseo, el trofeo que lo honra y enaltece, al punto de ser admirado aun por sus detractores. Luego llega el tiempo de regresar, de dejar el espacio de la victoria, y esto muchas veces es complicado y hasta engorroso. El undécimo paso es la resurrección “real” o metafórica del héroe, es decir, la transformación de este, en términos de sabiduría, seguridad y visión del mundo. Por último, el héroe regresa a su origen con el premio ganado, con la gran presea que le da sentido y proyección a su existencia. Acerca de esto (la consolidación del mito del héroe o de la leyenda heroica), no hay nada nuevo bajo el sol, es un ciclo que se repite y reitera en la ficción literaria, y se aplica o se sabotea en la realidad política. Nada peor para un traidor que la conversión de su víctima en héroe. Nada más contraproducente para un felón que enaltecer al caído en combate que honrando la verdad sobre las circunstancias de su fallecimiento. La muerte de un líder en plena lucha es muy distinta de un deceso por mano propia. El suicidio es un acto individual, valiente sin duda, pero demasiado propio, íntimo y egoísta. Un suicidio es, sin duda alguna, lo más opuesto a morir enfrentando al enemigo, que supone el fin de la existencia sin renunciar a convicciones ni traicionar principios ni valores. Esta última muerte es una lección de vida en la hora final de la existencia, que se transforma inmediatamente en inspiración para un colectivo, en luz al final de un túnel como herencia para la posteridad. No redundaré en lo que expone con tanta meticulosidad Maura Brescia en el libro Mi carne es bronce para la historia, cuyo subtítulo da el norte de esta amplia investigación periodística: Salvador Allende, la verdad de su muerte. Solo me remitiré a dar fe de que este documento se compromete, en cada una de sus más de doscientos setenta páginas, a cumplir con la verdad que ofrece en su portada. Aquí no hablamos de la historia oficial que a lo largo de cuatro décadas ha pretendido derrumbar al líder de una lucha denodada hasta el último instante de su vida. Es una verdad política, pero, sobre todo, una verdad humana. Maura Brescia, además de revelarla como el escultor que libera una figura del bloque de mármol, la sostiene y la irradia con una pasión sorprendente. Un héroe, para ser tal, debe seguir un ciclo que ya hemos visto gracias a Campbell. Un héroe, como sabemos, forma parte de una leyenda o mito, y como tal, su pueblo o nación espera su regreso o la aparición de alguien semejante a él, que de alguna manera lo reencarne, represente o rescate del olvido. Con la verdad —o el conjunto de verdades— de Mi carne es bronce para la historia, Brescia vindica los instantes finales de Allende. Nadie puede saber a ciencia cierta qué ocurrirá, a partir de ahora, con quien fuera el primer presidente socialista elegido democráticamente, pero es probable que este libro contribuya a darle la dimensión histórica que merece este personaje latinoamericano. Dudo mucho que la verdad nos haga realmente libres, pero con hacernos más humanos podríamos darnos por satisfechos, y la verdad que implica Mi carne es bronce para la historia es un aporte en este sentido trascendente. Quien lo lea, sabrá que todo aparato político que menoscabe la felicidad, la integridad y el pleno desarrollo del individuo, imponiendo una mentira como verdad oficial, tendrá que asumir la mezquindad y felonía que lo ampara y sustenta.