Al igual que en la política, en la
literatura no hay casualidades. (ella)
de Jennifer Thorndike no es la excepción, aunque cierto hálito de rara avis
emerja de las líneas de esta inquietante nouvelle.
La historia de Thorndike es fundamentalmente femenina (que no es lo mismo que
feminista). Su estructura lo denota en la división lunar de veintiocho partes,
disimulada por el cero final, que representa el origen del ser, o sea, nada ni
nadie, e indica vacío, es decir, el símbolo de la vacuidad. Este cero está
precedido por veintisiete partes numeradas en arábigo. La Luna es la casa, el
hogar, el centro de la familia, el poder femenino, la diosa madre, la reina del
cielo y la protección. Asimismo, representa el conocimiento interior, lo
irracional, lo intuitivo y lo subjetivo. Es el astro que influye en las mareas
y en ciertas neurosis maravillosamente interpretadas por la superstición
académica, es también el cuerpo celeste que gobierna el periodo femenino y
sugiere delirios y extravagancias. La Luna ilumina la Tierra cuando está llena,
pero ejerce, como contraparte, una sutil influencia porque oculta siempre una
de sus caras. Es el famoso lado oscuro que deja tanto a la imaginación. En (ella), el lado oscuro lo es casi todo.
La maternidad llevada a lo disfuncional, a lo patológico, a lo destructivo.
Thorndike explora esos fueros con osadía y desenvoltura inusual, con destreza y
atrevimiento extremo, para presentarnos en toda su dimensión humana al
complemento de ella: un yo femenino, hija de aquella, que sufre el peso de una
responsabilidad tan absurda como el pecado original de la no menos absurda y
perniciosa religión católica. (ella)
es la perturbadora manifestación de una historia no tan ajena para la cultura
latinoamericana. Es un tramado que supone el final de una extensísima cuenta
regresiva, bajo el acorde de un pormenorizado rito funerario, que empieza con
una llamada telefónica y concluye supuestamente con la cremación del cuerpo de
ella, la madre, el personaje de fondo que permite el desenvolvimiento de un
narratario a veces seguro y otras titubeante.
Ella y su hija constituyen un binomio
estructurado en una cotidianeidad que se revela conforme pasan las horas y el
cadáver se descompone. Lo biológico pesa sobre lo metafísico. La principal
preocupación de ella a lo largo de la historia no son las postrimerías de
ultratumba sino la hora final, el último suspiro de su existencia terrena. El
no morir sola, excluida y desamparada es una preocupación genética que ella le
inculca a su hija. Cualquier otra necesidad, interés u obsesión es ajeno a su
horizonte de eventos y, por tanto, a su discurso. Pero este binomio, esta
existencia simbiótica, en la que no queda claro quién es el parásito y quién el
hospedador, es producto del quiebre de una dualidad más estrecha. La hija de
ella tiene un mellizo que se ha alejado del entorno familiar para ser parásito
sui géneris y proveedor remoto. No se sabe dónde está, pero se encuentra lejos,
al menos lo suficiente para pisar a su madre-hermana y mantener de algún modo
su condición parasitaria en un nivel emocional. Ejerce el poder por medio del
dinero, mientras que la madre lo hace mediante la palabra, como amenaza,
insulto o reproche. El mellizo carga su propia condena en tanto ser excluido por
su “enfermedad”, desde el severo punto de vista de la madre. La homosexualidad
del mellizo, asumida con valentía y libertad, lo ha apartado de su núcleo
familiar para hacerse de una vida feliz, pero lo cierto es que diversos
contrapesos, así como un cordón umbilical imposible de cortar, lo han reducido
a una presencia fantasmal, a una voz a través del teléfono, a un ente
mediatizado por su contraparte. En tanto que la hija de ella sufre el doble
castigo de su destino: la dosificada presión de su mellizo y el constante
apalancamiento de su madre.
La historia, a medida que avanza, se
torna compleja y dinámica, no obstante el tedio de los pasos que da la
protagonista para irse deshaciendo de ella, es decir, su madre. Los vínculos
entre los personajes se estrechan y tensan sobre la base de la culpa, el temor
y el castigo. La hija de ella prevé la muerte de su madre, pero sus cálculos falla.
Esta vive más años de lo previsto, sobrepasa la edad de su posible deceso, y a
su hija no le queda más remedio que aceptar su derrota ante la vida: el tiempo
la ha rebasado y excedido, al punto de recortarla. De hecho, no tendrá la
oportunidad de reinventarse, de rehacer su existencia como mujer, de intentar
establecer una relación sana con otro u otra, y de acaso contar con la
esperanza de ser feliz en algún grado personal o ámbito humano. El haber
perdido este sueño no es lo más grave para la hija de ella. Lo peor es que
tiene que enfrentarse a su capacidad crítica. Su destino es verse ante el
espejo y considerar-reconocer que el tiempo se ha llevado lo mejor de sí.
Pulsear con su propio pensamiento crítico es una experiencia que supera sus propias
fuerzas y optimismo. Esta es una revelación casi final que sobrecoge y angustia
al lector, pues si bien la hija, es decir, la narradora-personaje, no ha
recibido una educación superior esto no significa que se trate de una persona
no-pensante. Ella ha aprendido a razonar y a conjeturar gracias a la lectura,
al hecho de informarse y saber teóricamente sobre el vaivén exterior a su
morada. Ella ha aprovechado el tiempo de su encierro en cultivarse y
reflexionar. Esta es la principal tortura de la hija de ella: la lucidez, el
conocimiento y la conciencia sobre su condición de cautiva. Lo terrible y
desproporcionado es que ella resulta ser una prisionera que maneja su propia
llave. Y esta es la clave del libro. El guiño subrepticio que perturba. El gran
sustrato que define la identidad de la narradora-personaje.
(ella) es un libro
desgarrador que empieza con un situación asombrosa que marca el ritmo de los
hechos. Una imagen onírica tan poética como trepidante que solo bajo la lupa
del chamanismo-freudiano hallaríamos fascinantes interpretaciones. (ella) son veintisiete pasos que llevan
a la narradora-personaje a su origen, a su cero, a su vacuidad óntica, a su
luna-placenta, donde comparte algo parecido a la felicidad con su mellizo. (ella) de Jennifer Thorndike es una nouvelle-canto que exalta el
descubrimiento de la anhelada libertad, pero también del sometimiento de uno
ante ella. Es, además, una novela generacional. Se trata quizá de una respuesta
política al feminismo cerrado o mal entendido, aquel que desplaza al hombre, lo
saca de escena, con la treta de un renovado pecado original, para instaurar “una
dictadura de género”, porque al igual que en la literatura, en la política no
hay casualidades.