El tiempo. La duración de las cosas sujetas a mudanza. La magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro. Pero el tiempo, en las manos de Ramón Bueno Tizón, es el insistente motivo de una estética que es posible resumir en un sugestivo e insinuante título: "Los días tan largos". En efecto, la colección de cuentos que ha urdido Bueno Tizón es casi la metáfora del paso de los segundos, la profana alegoría del irremediable transcurrir, el símbolo irrefutable de que sólo somos aves de paso. Sin embargo, ésta no es la única clave. Mientras leía los primeros textos de "Los días tan largos" empecé a imaginar al lector ideal de este libro. Trataba de desentrañar la lista de libros que había leído Bueno Tizón para contar las once historias de su ópera prima. De pronto advertí un hecho realmente inquietante, algo que aún no debo explicar.
Después de leer "Los días tan largos", nunca antes me quedó tan clara la etimología y alcance de la palabra “clave”. Del latín clavis (llave), este término, en el contexto de la primera entrega de Bueno Tizón, no sólo alude en sus principales acepciones al conjunto de reglas y correspondencias que explican un conjunto de signos convenidos para la transmisión de un mensaje secreto o privado, sino al poder terreno y metafísico de su raíz: abrir y cerrar puertas, es decir, permitirnos entrar o salir de paraísos e infiernos, encontrar u ocultar virtudes y pecados. Pero usar con acierto las sendas llaves de los cuentos de este libro exige una particular atención de lo aparentemente irrelevante. No tengo la menor duda de que Bueno Tizón es un prolijo cultor de los detalles, los guiños, la insinuación. En otras palabras, no cae en los excesos ni en los desbordes de lo obvio, lo evidente o lo enteramente claro. No cae en la tentación de ser explícito, más bien opta por el preciosismo de la filigrana, el repujado y la celosía, el sospechar, el intuir y el entrever, prever o vislumbrar (ver un objeto tenue o confusamente por la distancia o falta de luz o conocer imperfectamente o conjeturar por leves indicios algo inmaterial). Así, Bueno Tizón ofrece once textos de pulcra factura en los que se sugiere con convicción, no sacrifica lo latente ni cede ante lo preciso ni figurativo. Es un artesano que conoce el oficio de convencer con las historias que maquina. Se trata, pues, de una estética que hurga en posibles lecturas en vez de optar por la univocidad.
Pero el tiempo vuelve, como clave y llave, para colorear los espacios de "Los días tan largos". Para desdibujar certezas. Para trazar sinuosidades. Para transportar al lector a escenarios variopintos: particularmente interiores (habitaciones, recintos, recámaras, corredores) que proyectan la psicología de los personajes. Todo en una justa dosis, para no tergiversar lo que debe ser una virtud en todo orfebre que junta palabras para descubrir lo insospechado. Esto me lleva a pensar que Bueno Tizón, a quien no tengo el gusto de conocer personalmente, ha sabido dar sabia rienda tanto a su necesidad de escribir como a los trucos, tretas y argucias para narrar con corrección. No me refiero con esto último a la retórica, sino a la cuota de valor que implica desprenderse de una u otra inquietud, recelo o perversión. Al hecho de vencer con todas las de la ley, como buen abogado, a la página en blanco. A la cruel evidencia de que es necesario sacrificar ciertos secretos para no fracasar en el intento.
En realidad, quisiera comentar cada uno de los textos. Pero ello me llevaría a ser demasiado superficial, pues se trata de once textos de gran complejidad, aunque pescar ciertos rasgos y elementos, o sea, aparentes claves y llaves, nos lleven a pensar que nuestra lectura es creativa. Ése sería un primer error. El mismo error que cometiera Silvio Lombardi, personaje del cuento de Julio Ramón Ribeyro Silvio en El Rosedal, cuando cree advertir ciertos puntos y rayas que encierran en clave Morse el mensaje S-E-R –ser o res (cosa en latín)–. Lo que no supo Lombardi –y probablemente Ribeyro y quizá Bueno Tizón, quien menciona a este personaje en el cuento 'Las rosas y tú', que remata el libro con una elocuencia sobrecogedora– es que tal combinación de puntos y signos no significan lo que propone el mencionado relato. Estamos, pues, ante posibles pistas falsas o, lo que sería peor, campos minados.
Antes de entrar en el detalle y comentario del texto que más me ha impresionado, tengo la obligación de precisar que, en general, Bueno Tizón opta abiertamente por el cómo contar la historia antes que en el engaño de hallar la historia con hache mayúscula, para impresionar con el facilismo de la sucesión extraordinaria de hechos. De este modo, la metamorfosis de Níobe López, la sesión de Adán en Parque Alto o la firme palabra de la nudista experta en ajedrez transcurren con una naturalidad que anula en el desarrollo de los hechos cualquier asomo de duda o sombra de improbabilidad. No, nada de efectismos. Por el contrario, lejos de ofrecer lo fuera de lo común, lo insólito o lo puramente pervertido como un mero afán infundado, una ramplona justificación o un arbitrario guiño, Bueno Tizón hace alarde de mesura sin caer tampoco en la etiqueta de escritor comodón o poco avezado. Algunas veces lineal y otras valiéndose de técnicas narrativas para dar saltos espaciales, temporales o temáticos, sólo para enriquecer o –como diría cierto escritor– para ganar por KO, este letrado cumple pulcra y equilibradamente con su constelación de relatos.