Hace un año, cuando unos, otros y algunos blandían mazos, cuchillos, hoces y martillos –e incluso afiladísimos y oxidados verduguillos– para sentar la última palabra respecto a la polémica entre criollos y andinos, o sea, costeños y serranos, dejando de lado la siempre postergada selva, pienso, se me ocurre… qué interesante hubiera sido que Carlos Yushimito publicara su colección de cuentos Las islas, obra compuesta por ocho historias que transcurren en favelas, morros, islas –desde luego–, prostíbulos y zonas semiáridas de Brasil. Pero esta idea, aparte de malvada, es ociosa, porque en realidad se trata de un buen libro, es decir, de una obra no sólo bien escrita, sino compuesta con honestidad, por lo que los aspavientos generados por la falta de talento son innecesarios. Porque tanto el buen escribir como la compostura, decencia y moderación que exige toda estética –o simplemente la estética– son virtudes universales, que escapan afortunadamente a la etiqueta de lo nacional y, sobre todo, regional. Que las historias se desarrollen en São Clemente y no en algún barrio marginal de Lima o Ayacucho tiene un profundo y complejo significado. No es un mero capricho. Por el contrario, es una cuestión de necesidad vital, nada arbitraria, porque hablamos de la belleza en función de la palabra, de la ficción en relación con lo verosímil, del compromiso en estrecho vínculo con la tradición en su sentido más amplio, menos chauvinista. De este modo, justamente, hablamos de lo universal a partir de un contexto que, en este caso, se nos podría antojar como exuberante, exótico y aun mágico. Para Yushimito es Brasil y, después de leer su libro, yo le creo sin chistar. Porque, más allá del reflejo de usar la palabra “Brasil”, inventa un país que encaja perfectamente en la idea que se tiene de dicha nación sudamericana, pues se siente más real que la que nos brindaría una guía turística, una enciclopedia ilustrada, un periódico o una telenovela.
Una colección de cuentos suele ser una suma extraña y misteriosa de vidas cruzadas. De destinos aceptados o no. De existencias prestadas, robadas o convocadas para mover la maquinaria de la ficción. En el caso de Las islas, me atrevería, incluso, a considerar un aspecto esencial: la afirmación del género narrativo breve. Yushimito demuestra –y nos convence con una frescura literaria cuidadosa y esmerada– que cuenta con una red de relaciones e historias suficiente para urdir una novela, quitando cuatro cuentos –los pares (“Una equis roja”, “La isla”, “Seltz”, “El mago”)–, consolidando ciertos puentes, fabricando unos pocos nexos, logrando algunas veladuras. Pero lo suyo es lo breve, está claro. Mejor dicho: era el momento de lo breve, ahora, pero intenso, sin que esto lo reduzca o condene a ser un escritor menor o con pocos recursos. Nada más torpe y prejuiciado. Sencillamente, Las islas no tenía porque ser El continente o algo parecido. Simplemente, Yushimito opta por los vínculos subterráneos entre un texto y otro; por los vasos comunicantes, para emplear una figura más adecuada y precisa; por las porciones de tierra rodeadas de agua por todas partes: ínsulas misteriosas y verdes, de profundas raíces, de oscuras leyes, designios y famas. Que sus personajes reaparezcan, se presten intertextualmente es una trampa literaria con más de 500 años que él ha sabido aprovechar y explotar; es –para usar sus magníficas metáforas– sueño de hidalgo, tinta de pulpo. El mismo Yushimito lo explicará mejor, por medio del personaje Wagner, del cuento “Tinta de pulpo”: “Los sueños solo nos dicen lo que no queremos oír. Así que se disfrazan para llegar hasta nosotros. Se arrastran, nos atrapan cuando nos hallamos más indefensos y entonces nos echan todo lo que esconden encima (…). Como los pulpos. Nos distraen con su tinta negra mientras escapan. Se largan, pero nos dejan sucios con toda la mierda que tenían dentro (…): Tinta de pulpo. Suena bien eso. ¿No crees?”
Yushimito es como el ilusionista de su último cuento: un mago de la distracción, para sorprender al lector en plena lluvia de ideas. E insiste en su distracción para revelar con más efecto. Para saber que el personaje es el hijo, el traidor, el vidente, flamante, el redentor, el libro-persona al que sólo falta dibujarle una orquídea para que se cumpla la profecía. Sueños y tintas, religión y superstición, amor y pasión, destino trágico y libertad literaria, aunque la ignorancia o incultura parezcan un estorbo. Afirma el narrador-testigo de “Una equis roja”: “Como la poesía, la belleza de Dulce tampoco llegaré a comprenderla bien.” Yushimito apunta a la tensión del discurso, al establecimiento obstinado por plantear diferencias para construir un mundo con exquisito equilibrio y buen gusto. Distrae al visitante, al intruso, al lector; le muestra lo que desea que éste vea y de pronto le refriega por el rostro el otro lado de la verdad, la realidad que pasó inadvertida en un par de adjetivos, en un sutil sinónimo, en un nombre simbólico, en un sueño premonitorio. El personaje Hidalgo es un buen ejemplo. Cito textualmente: “Su apellido y su edad –incierta pero definitivamente lejana– inspiran un antiguo respeto.” Y vaya que esto es cierto. Esta versión hermosa y cruel acerca de los prostibularios instintos del caballero de la triste figura enamorado de una puta, llamada Dulce, es un magnífico pretexto para que el autor de Las islas marque terreno si alguien pretende acusarlo de evasor de la realidad y de contribuir poco con el engrandecimiento de las letras peruanas. Yushimito deja muy bien sentada su posición diacrónica: una equis roja en una historia mayor, ya sea frente a un molino de viento o ante un ventilador; aspas que giran con una figura que sólo la imaginación del personaje –y quizá del lector– descifra, después del libre ejercicio de fantasear, soñar, suponer e idear.
Dejando al entrañable Hidalgo de lado; al hijo de Luizinho Fonseca que regresa a la isla seducido por una ceguera edípica –aquella que permite ver al interior–; al primo Toni, el hombre-reptil, que enfrenta sus miedos gracias a unas sales efervescentes; y a Evangelista, quien al igual que Sísifo está condenado a un patético espectáculo, el lector se enfrentará o encontrará en los textos impares (“Bossa Nova para Chico Pires Duarte”, “Tinta de pulpo”, “Apaga la próxima luz” y “Tatuado”) personajes de una hechura doblemente costosa: por lo que son y representan, y por lo que debe de haber invertido Yushimito al delinearlos sin caer en la tentación de resolverlos con trazos burdos. No se trata de estereotipos de maleantes, asesinos o bandidos, gente perteneciente al lumpem, a lo más sórdido y bajo de la sociedad, sino de personajes complejos, planteados con humanidad, que se mueven en una realidad –un São Clemente, casi siempre– que Yushimito se esmera en mostrarla éticamente convincente, ricamente creíble y finamente equilibrada en la dosis de realismo urbano y fabulación folclórica.
Escrito con una limpieza casi perfecta, Las islas –título que evoca directamente al cuento “La isla”, pero cuyo acertado plural involucra al resto de textos para ofrecer, más que un paisaje armónico, una invitación a navegar, visitar y explorar– es un libro que ha llegado para enriquecer nuestro panorama literario nacional, para hacerlo más vasto y valioso. La narrativa peruana, a propósito de este libro, cuenta con la escritura inteligente y honesta de Yushimito, escritor mago y pulpo. Un prosa que habla de Brasil, pero que vale un Perú.