martes, 9 de enero de 2007

Enrique Cortez. La felicidad de los muertos. Mundo Ajeno. Lima, 2007. 82 pp.

Enrique Cortez ha escrito un libro breve pero intenso; una nouvelle que, en diecisiete capítulos, muestra una historia imbricada en detalles –aristas, quiebres, matices– y prolija en referencias muy diversas. Esta entrega convierte oficialmente a Cortez en un escritor. ¿Cuesta tanto decir simplemente escritor y vencer la amenaza del adjetivo para ser más sustancial, o sea, menos accesorio? Sin duda, es muy fácil evitar las etiquetas “joven narrador” y “promesa literaria” cuando se lee una obra compuesta con honestidad e ingenio.

En realidad, Cortez me ha puesto en un verdadero aprieto con el hecho de presentar su obra. Esto que puede sonar a puyazo no lo es ni pretende serlo. Por el contrario, es, diría, una suerte de adulación más que merecida. Hablar, en mi caso, de "La felicidad de los muertos" es memorizar el nacimiento de esta nouvelle, rememorar la promesa de su conclusión y, sobre todo, conmemorar hoy –en la casi acepción de celebrar– el vaivén que ha implicado su entrega. Para ser más directo: significa jugar con la tentación de ser un infidente porque en algún grado soy testigo de cómo se fue gestando el proyecto que hoy es "La felicidad de los muertos", y de delinear a Cortez en sus momentos de mayor duda y exigencia estética, cuando se distanciaba de su escrito, es decir, en el momento en que advertía que el asunto no iba ni venía como se lee en la única frase que constituye el capítulo 10: “¿Qué puedo hacer con esta historia que no avanza?” Una pregunta que asalta tarde o temprano, una y otra vez, a todo escritor que no se conforma mecánicamente con lo que va resultando, y que Cortez, entre la desesperación y la sinceridad, registra con desparpajo en el mencionado capítulo-frase, intensificando una situación límite para muchos inconfesable, un drama transversal que conecta su experiencia con el tejido que urde y arde entre sus dedos.

Cortez ha demostrado en su primera entrega conocer no pocos secretos del arte de la ficción y ha ganado inobjetablemente su derecho de piso, esto significa que tiene una deuda con la tradición literaria y con la historia del pensamiento (esperemos que sea buen pagador para que continúe siendo sujeto no ya de crédito sino de crítica), pero con la capacidad de virar cuando es necesario para la consecución y afianzamiento de un estilo personalísimo, particularmente en la faena de narrar y describir en función de la reflexión.

En el avatar o ejercicio casi religioso que supone escribir una novela y trabajar infinidad de detalles para evitar el trasunto, es decir, agregar valor a la mera imitación de la naturaleza o la realidad, Cortez ha obtenido (merecido) una membresía sin fecha de caducidad para la República Literaria, extraña comarca tan peligrosa como la mafia rusa o china, pero fascinante como un prostíbulo de cristal. Un conocimiento que se advierte o presiente en el devenir del narrador-personaje; en la búsqueda de la perfección gramatical y estética de cada frase; en la concatenación de hechos revestidos de cruda expresividad para ahondar en una revelación filosófica, una sentencia universal, una verdad apocalíptica; en el amalgamamiento de puntos de vista, voces interiores, deseos descubiertos o a punto de revelarse.

El resultado es un texto fácil de leer, aunque difícil de contar –en el sentido de resumir– y de criticar –en la acepción de la noble misión de acercar la obra al lector promedio para un mayor goce o apreciación–. Por tanto, escribir sobre esta nouvelle, que Cortez ha intitulado con macabro y mordaz acierto "La felicidad de los muertos" –en clara cita a uno de los subtítulos de "Ética a Nicómaco" de Aristóteles–, resulta un verdadero ejercicio de reflejos rápidos, para no dejar algún aspecto relevante en el tintero, aunque ello pueda ser, a fin de cuentas, un glamoroso descuido.

La propuesta de Cortez se podría resumir en un entender la realidad como puro proceso o cambio, con la dificultad adicional de que cada eslabón de aquélla lleva el gen potencial de la transformación. Usar esta materia tan inestable para narrar implica un riesgo que muy pocos osan asumir: hurgar en una historia que se trenza, se arremolina, se anuda a nivel fractal y finalmente se resuelve como una espiral que apenas se advierte para reanudar lo novelado. No es pues una historia lineal, con happy end y cabos que se atan, ni mucho menos circular –aunque ciertas palabras clave del “desenlace” seduzcan al lector a volver al comienzo–, no es tampoco una relación de hechos en zigzag, semejante al recorrido de un barco ebrio. Quizá sea un esfuerzo por relatar la historia del hombre desde la matriz, y recontar o hacer el recuento de una sucesión de acontecimientos con palabras suicidas, que van acabando sucesivamente, en la más absoluta oscuridad, con sus acepciones, hasta denotar una realidad descarnada, en huesos y sin posibilidad de redención mundana.

Así de terrible es constatar la felicidad de los muertos. Esta frase que remata el capítulo 13 –y que da el título al primer libro de Cortez– es tanto una trágica conclusión como la poderosa evidencia de la pugna entre cómo se puede fijar o registrar el pensamiento: como imagen o como texto. Escribe Cortez en la página 57: “te ves perpleja y piensas en esa foto: en la felicidad de los muertos.”

Ante ello caben algunas preguntas: ¿Acaso se trata de una imagen sin sobrevivientes y sin aspiraciones de orden metafísico? ¿Alude quizás al denominado “espasmo cínico” o “risa sardónica”, es decir, a aquel gesto afectado característico de los retratados, que no nace de la alegría interior sino de la proyección de una tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida? ¿Al rictus o convulsión patológica aunque aún estemos lejos de nuestra muerte? ¿O será una respuesta generacional e irónica que se funda en la metáfora de la edición que hace Nicómaco, el hijo de de Aristóteles, de la obra de éste?

En Cortez, la posibilidad de mostrar el pensamiento cobra un especial significado si se tiene en cuenta la estética de Paul Klee, pintor que se caracteriza por una particular manera de sentir, interpretar y mostrar el mundo físico, una realidad siempre cambiante. El autor menciona en dos pasajes a dicho artista a propósito de un cuadro de éste (una reproducción) que cumple la función de bisagra entre el pensamiento racional (lineal) y la percepción holística (simultánea) de una realidad escurridiza y hasta borrosa. Escribe Cortez en la página 22: “Veamos. En la pared, a mi izquierda, la reproducción de una pintura de Klee. Y si ustedes observan con detalle, con detenimiento; y si ustedes observan a la vez mi habitación: por este camino no se llega muy lejos.” Un cuadro pintado o escrito por Cortez cuya textura o ritmo narrativo esconde una extraña felicidad, casi con el mismo trazo de Klee, quien afirmó: “Yo no reproduzco lo visible, hago lo visible”.