jueves, 21 de junio de 2007

Sandro Aguilar. Discromía. Sic. Lima, 2007. 96 pp.

Al igual que la fotografía –y otras artes que se valen de la imagen en un sentido amplio–, la literatura se erige sobre el mágico misterio de la captura de la realidad. Es inevitable no pensar en esto o pasar por alto dicho asunto al leer el conjunto de prosas de Sandro Aguilar, que ha llamado Discromía –esto, muy al margen de que el autor sea fotógrafo–, pues el hecho de fotografiar y la conceptuación de lo fotográfico están presentes como una bruma, en algunos casos patente y en otros latente, en la atmósfera de cada texto de este libro, tanto en su dimensión de elemento discursivo como en su aspecto de motivo de composición de un cuadro o sucesión de cuadros.

Como aparece en muchas enciclopedias y diccionarios, la palabra “fotografía” procede del griego φως (phos; “luz”) y γραφίς (grafis; “diseñar”, “escribir”). La combinación de phos y grafis significa “diseñar o escribir con la luz”. Así, en el contexto de Aguilar como individuo que deja su cámara fotográfica de lado, sin olvidar los principios de la luz ni los secretos de su opuesta-complementaria –la oscuridad–, las palabras “mirar”, “observar” y “advertir” suelen ser las acciones más relevantes de Discromía, vocablo que nos lleva al plano de la percepción del color. Incluso podemos hablar de “vislumbrar”, “entrever” y “hurgar”. Y, sin exageraciones, hasta de “proyectar”, “prever” y “alucinar”. Y en un grado sumo, trascendente y, por qué no, divino, “contemplar”. Estos verbos no son gratuitos en la obra literaria de Aguilar, cumplen una función de relación ante el objeto en una línea de tiempo, que no niega lo dinámico. Nada más errado que pensar que la fotografía es esencialmente estática, quiescente o carente de movimiento. Los buenos fotógrafos capturan el movimiento en un gesto, por ejemplo, y transmiten la intensidad de éste al observador, involucrándolo en un momento dado de la historia. Pero el ejercicio de Aguilar resulta más riesgoso: es transmitir todo un quehacer por medio de la palabra, sin hacer un solo clic, es decir, escribiendo con tinta de luz sobre un papel, enfocando y desenfocando a los sendos sujetos de sus historias.


En muchos sentidos, Discromía es una invitación constante a quien abre el libro con el fin de leerlo de un tirón, o sea, en orden –y en poco tiempo–. Invita, por ejemplo, a leer sin etiquetas diecinueve textos que involucran al lector con un registro poco usual en la narrativa peruana, sin que esto tenga como correlato un afán iconoclasta por tumbar la tradición y “las buenas costumbres literarias”. Tampoco se trata de un “cierra filas” rígido. No, Aguilar no es un subversivo que pone bombas y luego esconde la mano, y después, desde su guarida, reivindica el delito. Su propuesta es contundente, pero, sobre todo, coherente y sin artimañas. Su propuesta se nos presenta modularmente, aunque este concepto atente contra los principios de conjunto orgánico y unidad que implica todo libro, en el que cada parte cumple un propósito nada accesorio, sino que, todo lo contrario, dialoga con los otros componentes, en un ir y venir enriquecedor. Por otra parte, tras una lectura atenta, es tan sólo un prejuicio, una presunción apurada. Porque una cosa es lo que parece, y otra, lo que en realidad es. Y en este juego de detenerse para observar, rescatar y transmitir, Aguilar sabe muy bien lo que hace, o sea, conoce y emplea con acierto los secretos de su oficio, tanto para contar y describir hasta el detalle como para reflexionar, opinar y ensayar a propósito de una realidad huidiza.


Discromía
invita también a que el lector tome un lápiz y haga anotaciones al margen –costumbre, para algunos, poco civilizada y hasta abominable–, pero más que esto, nos exige titular cada texto. Me explico: el libro carece de índice por la sencilla razón de que el autor no ha titulado los textos, lo que genera cierto desamparo maquinado por Aguilar. El lector, si lo considera pertinente como es mi caso, debe buscar cada comienzo y contarlo para saber la cantidad de textos que ofrece el libro. En el caso de esta sobria y cuidada edición de [sic], la orientación gráfica hacia abajo de los comienzos de los textos deja un vacío de poco más de un tercio de página. Esto, más que una invitación, es un llamado a garrapatear dicho espacio en “blanco” marfileño. Para mí fue más que necesario tratar de dar título a cada texto; el espacio en blanco era la peligrosa atracción que ejerce el fondo de un abismo, la mirada de la cobra, el guiño de la barracuda, el pestañeo del dragón. Estaba obligado, espero que me entiendan.

Sin temor a equivocarme, creo saber que no existe, en el ámbito de la creación literaria, una teoría del título con todas las de la ley. Un título es –imagino, especulo, supongo– una etiqueta sugestiva y seductora que sugiere o insinúa el tema o asunto del texto. El título es importante, pero no sustancial. Es, de hecho, asunto de especialistas en marketing, para enganchar un segmento del mercado. Titular es lo normal; no hacerlo es bastante sospechoso, pues estamos ante la elocuencia del silencio, la epifanía o apocalipsis del discurso sin identidad explícita. Además, nadie instruye a un escritor en el arte de poner títulos, por lo que resulta difícil que alguien lo aprenda, como un niño aprende, por ejemplo, a dejar los pañales o amarrar sus zapatos. Por tanto, publicar un libro con un título escueto y aplicado casi arbitrariamente, que aglutina un conjunto de textos carentes de título es, aparte de osado, una suerte de irreverencia lúdica. En otras palabras, entre un pecado venial y una trasgresión que exalta la ética de la eficiencia.


El atrevimiento es grande, sin duda, pero es una invitación casi dicha literalmente y entrelíneas que no puedo rehusar. Éstos son, para mí, los diecinueve títulos de Discromía, muy al estilo de las mejores obras existencialistas: 1) El problema, 2) La gente, 3) Bogotá, 4) El guardián, 5) Los amigos, 6) La separación, 7) La amiga, 8) El gato, 9) El enyesado I, 10) La terramoza, 11) El viejo o el jardín zen, 12) El guardia de seguridad, 13) El enyesado II, 14) La visita, 15) La cantante, 16) El loco o mi otro yo, 17) La prostituta, 18) El pez, y 19) La araña.


A partir de esto, resulta más sencillo hablar de la estructura de Discromía. El décimo texto (“La terramoza”), el central, es el primer texto relativamente extenso que encuentra el lector. En éste, la función de la mirada es crucial para tejer un entramado que culmina en un tocamiento-delirio y concluye con un remate extraordinario que nos devuelve a la realidad, tras haber paseado por los senderos del deseo, el goce y la sorpresa, durante un viaje interprovincial. La experiencia erótica y su fruición –tan sólo un roce largamente detallado con un preámbulo sinuosamente intelectual– es prácticamente una experiencia mística. Experiencia casi más allá del mundo físico que recuerda a la atracción erótica entre un sacerdote budista y una cortesana relatada en el cuento “El sacerdote y su amor” por el japonés Yukio Mishima.


Desde este centro o foco, podemos advertir que tanto la primera parte como la segunda presentan un equilibrio temático. Incluso dos cuentos comparten un mismo personaje –o son quizá dos personajes distintos que tienen en común llevar una bota de yeso–, o sea, los protagonistas del noveno y decimotercero. Además, en la primera parte se relata una cruenta relación entre un gato y su amo, y en la segunda, el insidioso vínculo entre un sujeto y una araña cautiva. Asimismo, el sexto relato –un fluido y divertido monólogo de un guardián que trabaja en Lima–, y el duodécimo –un muy bien llevado relato que relaciona a un narrador-personaje-fotógrafo con el guardia de seguridad de una sala de museo–.


Discromía
es un libro raro que ejerce en el lector una fascinación ante lo extraño, lo insólito y lo poco frecuente, no obstante que se ofrece con la espontaneidad y frescura de lo cotidiano. Aguilar ha escrito un libro tan raro como la tara a la que se alude en sus páginas iniciales; tan raro como los hilos que mueven a los personajes hacia remates muy bien logrados –extraordinarios desenfoques, en la mayoría de casos, que nos brindan una muy particular perspectiva de la realidad–. Y tan raro como las sentencias que salpican dosificadamente los relatos –frases inteligentes, agudas, reveladoras–, para brindar al lector un firmamento urdido con gran destreza y sentido estético. Una invitación a la que no nos podemos negar como inspirados observadores de esta especial exposición de textos escritos con dionisíaca luz.