Lejos de ser una obra para investigadores y estudiosos especializados en temas sociales, culturales o de “género”, Cáceres nos brinda una estampa limeña finamente diseñada, cuyo brillo se enraíza en la simpleza en todo orden y ámbito: estructura clásica; párrafos constituidos por oraciones nada complejas, es decir, se evita el uso excesivo de frases subordinadas; y empleo de términos claros, cotidianos y unívocos. La ausencia de diálogos denotados por la raya –signo ortográfico que indica la participación de tal o cual personaje por medio de un discurso directo– da paso a una búsqueda tan expresiva como reveladora: un relato en un solo plano, pero con las características de un vasto lienzo, que el lector va asumiendo como el oleaje que se oye desde la casa de la protagonista, una secretaria cuarentona y más preocupada por sus uñas o hechos morales, en un inicio de la novela, que por cuestiones éticas, su perspectiva espiritual o su pervivencia existencial, como ocurre hacia el final del libro.
Estas características, sin embargo, contradicen el pulso y ritmo de La vida violeta. En esta novela, todo parece fluir rápidamente, en contrapuntos, pero sin atropellos ni trampas ni sorpresas ni sobresaltos, su virtud se funda sobre la base de una acertada dosificación de lo que se va revelando, descubriendo o adivinando. Y su fuerza se genera en la complejidad de lo que no se dice, se esconde o se tergiversa, para retratar un concierto de voces alrededor de Violeta, personaje que refleja el tránsito o evolución de una urbe, producto, sobre todo, de emigrantes nacionales y también de extranjeros.
Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta. Violeta: color extremo derecho del espectro, opuesto a las implicancias cromáticas de lo que simboliza la pasión, opuesto a la representación de la sangre (forma real y muy tangible de la vida misma), y opuesto a la alegoría de los cambios radicales y revolucionarios. Sí, pues, el rojo a la izquierda y el violeta al otro extremo. Violeta es el apaciguamiento marginal y, además, alude a algo exótico, o sea, fuera de nuestra realidad, quizá por la afamada flor de textura aterciopelada: la violeta africana. Además, Violeta: nombre propio que pierde su humanidad (propiedad de persona o máscara) para convertirse en adjetivo en un título inquietante que nos sugiere días teñidos por un color que difícilmente pasa inadvertido o se soslaya, no obstante que rara vez se le extraña. Sustantivo y adjetivo que evoca también la palabra “violación” –y si se le aprecia en su posición extrema, incluso podemos pensarla como “ultra-ajada”–. Cáceres le ha conferido a su protagonista, a la señora Violeta (casi imposible quitarle el distinguido título), un sesgo cromático que se irradia día a día en una actividad aparentemente monótona, en el cuidado acicalamiento de un personaje –más preocupado en el parecer que en el ser– que transpira por el calor estival, que se agita por sus pasos apurados con sus zapatos de taco alto por veredas peligrosas y escalones empinados de un edificio de la avenida Wilson, pero más aun por la intriga que ella va advirtiendo, cultivando y, luego, potenciando por su posición laboral y familiar.
Este personaje-eje es testigo de amores y rumores del drama cotidiano de sobrevivir en un espacio cada vez más ajeno por lo cambiante, en el que todos terminan siendo extraños, extranjeros o simplemente extras de una fotonovela que se niega el derecho a un final exclusivamente rosa, o sea, aquel que reza “y fueron felices comiendo perdices”.
Como en las extraordinarias piezas del Siglo de Oro español, el desorden, el desequilibro y la inestabilidad suscitada por los vínculos que se van tendiendo entre el ingeniero y Tatiana (hija de inmigrantes chilenos), y entre la hija de Violeta (secretaria del ingeniero) y Felipe (hermano de Tatiana) recuerdan a los enredos propios del devenir o de las malas artes del antagonista que proponía Lope de Vega o Calderón de la Barca en sus obras de ingenio. El caos propuesto por Cáceres se resuelve con una sola boda, es decir, con la institución del matrimonio, como ocurriera en muchas piezas teatrales escritas entre los siglos XVI y XVII, en las que la alteración del orden de las cosas y las personas era controlada o encauzada por las rigideces de la sociedad, por la unión sacra y mentada de los opuestos. Se trata, pues, de una vieja fórmula. Pero en la obra de Cáceres, lo que hubiera acabado en una doble boda en un contexto puramente barroco (a pesar de la iglesia y de la descripción de ésta en el texto de la autora) –como era usual en las obras teatrales del Siglo de Oro español– , esquema burdamente replicado por fotonovelas, telenovelas y radionovelas –e incluso por el cine mexicano, en el que el español Buñuel puso, aparte de su genio, su cuota de mal gusto–, Cáceres, repito, concluye con una sola unión aprobada por una ciudad aún pacata, cerrada todavía a la felicidad y a los principios que hacen del ser humano un ser más libre, una urbe que se hace de la vista gorda ante la lucidez emocional de la hija de Violeta, quien se resiste al corsé que impide respirar, a la pose impuesta que atrofia músculos y anula la capacidad de respuesta, a la dicha artificial. Su perspectiva de felicidad es una afirmación de lo profunda y plenamente femenino, sin llegar al radicalismo de su madre (la secretaria del ingeniero), pues no se priva estoicamente del espacio del goce, salvándose de la frustración que implicaría la carencia de éste.
Me es difícil concluir. Tengo la sensación de que muchas cosas quedan aún en el tintero. Eso es lo que suele ocurrir ante una novela aparentemente sencilla que nos procura una lectura sin tropiezos: las aguas de la superficie son calmas, tranquilas y hasta previsibles, pero por debajo se tiene la sospecha de que hay mareas que remueven un intrincado mundo de relaciones, en un imbricado y denso paisaje. Por ejemplo, resulta interesante descubrir ciertas oposiciones entre personajes que casi no se cruzan, pero que marcan un contrapeso en el desenvolvimiento de los hechos. Quizá la más obvia es la relación polar entre el ingeniero y la hija de la señora Violeta. La lucidez de aquélla es contundente, una hoja siempre afilada para que nazca por cesárea el punto de vista inesperado, la lectura perspicaz de los hechos. Para ella, el Perú es un país que no tiene solución, que se encuentra condenado a estancarse en su miseria económica y espiritual, en su nulo crecimiento, en su futuro regido por la exclusión sexual y racial, por la intolerancia ante el otro, por el desinterés y la desidia, y por el desencanto y la apatía. Demasiada lucidez. Para el ingeniero, por el contrario, el país va viento en popa, crece, sale de su letargo, supera sus taras y miopías, se construye una nación sobre los cimientos del esfuerzo y la fe en el progreso. Demasiado entusiasmo. Cada quién ve lo que le interesa desde sus sueños y la consecución de éstos. Ésa podría ser una explicación, pero intuyo que hay otras respuestas más satisfactorias e interesantes. El ingeniero y la joven son, de algún modo, las prolongaciones existenciales y volitivas de la señora Violeta, lo que ella desea pero no puede o no se atreve a ser. Uno y otra son aspectos, matices o colores de la descomposición de una luz que Cáceres ha logrado irradiar con un manejo hábil y sostenido de las posibilidades estéticas del idioma. Un registro barroco no de forma, sino de contenido, desde una perspectiva que sólo la distancia y el dominio de un pulso narrativo certero logran enfocar.