De acuerdo con el autor, La noche humana pudo haberse llamado El tríptico de Milú. Permítaseme discordar. Esta novela de Carlos Calderón Fajardo (la octava que publica) no tenía opción de titularse de otro modo. No creo, además y sobre todo, que se trate de tres nouvelles (lo que podría sustentar la tentación de denominarla «tríptico»), pues estamos ante un gran personaje-espacio: un París en mística y oscura dialéctica, cuya epifanía se produce en tres capítulos: «La oreja del éxtasis», «Los movimientos del silencio» y «Vida interrumpida», como invento trino pero sustancialmente uno, que se articula en la poderosa cita de San Juan de la Cruz, al borrar los límites de las cosas y los hechos, y sugerir lo eterno frente al vigor del goce (sexual) y la impotencia ante la insistencia (apabullante y vulgar) de la muerte. Eros y tánatos en tres etapas y perfecta unidad, a pesar de la sífilis y el mercurio que sana, la tuberculosis y la protección que salva, la metástasis y la poesía que santifica.
«La oreja del éxtasis», la primera parte de La noche humana, sería —como lo es— una gran introducción al conflicto central de la novela: el cómo enfrentar o responder estéticamente al mundo físico. Calderón Fajardo recurre a la libertad creativa de plantear un periodo imposible de vivir plenamente y al día por una sola persona, salvo que el personaje —sujeto de ficción— firme un pacto sobrenatural y consiga existir más años de los que le correspondan. El autor resuelve la cuestión por partida doble: consiguiendo no solo la verosimilitud realista sino la posibilidad de una solución metafísica.
En la introducción de La noche humana, Calderón Fajardo presenta a sus personajes en una particular cotidianeidad, que es, sin duda, el horizonte de una exquisita sordidez: un París centrado en la década de 1930. En este escenario cargado de nocturnidad y arrobamiento, Helba Huara dialoga con César Vallejo. La afamada bailarina le comparte al gran poeta sus penas de amor, el dolor que le produce la vida promiscua de su pareja sentimental, Gonzalo More, luminotécnico de Antonin Artaud. Gonzalo —extraordinario fornicador, reencarnación del dios Dioniso— «se va de putas» con Henry Miller, sirve de modelo a Lawrence Durrell y alimenta sexual y literariamente a Anaïs Nin. Y esta mantiene y protege al matrimonio More-Huara, no obstante que Helba y Anaïs son antagonistas. En este cuadro de personajes «reales», que viven independientemente a lo urdido por Calderón Fajardo bajo el paraguas de La noche humana, están las existencias de individuos no menos reales pero sin biografías en enciclopedias ni documentos en registros civiles.
En este límite entre los que existieron —dejando evidencia de su vida y obra— y los que posiblemente estuvieron —esfumándose con la muerte hasta ser materia de olvido—, Calderón Fajardo diseña y construye una novela sui géneris, en la que hace gala de su maestría narrativa para atrapar al lector. Pero, además, el autor le da la oportunidad creativa a aquel de cerrar o concluir lo que este, ex profeso, deja en manos de quien siga esta historia estructurada dantescamente en círculos concéntricos. En este límite o tierra de nadie, Calderón Fajardo rescata las presencias intensas de Miluska Ginsburg —Milú— y el Calato —tan peruanamente desnudo que hasta carece de nombre—. Ambos constituyen una pareja extraña e irreal, marcando el contrapunto onírico de una noche que insiste en enfatizar lo humano como versión oscura e instintiva que acepta de contrabando lo bárbaro en un entorno cuyos miembros se jactan de civilizados, en uno de los centros más emblemáticos de la cultura occidental.
Además de judía peruana y poeta surrealista, Milú es París, el personaje transversal a los tres capítulos de La noche humana que consigue sobrevivir, burlar el orden, transformarse, renacer, transmigrar, reinventarse e incluso «regresar recargada». Es la hierba mala que nunca muere, y es también la yerba buena que fuman el escritor Antonio Salas y la bailarina Yvonne en «Los movimientos del silencio», por medio de la cual vuelve al mundo no como símbolo mallarmeano sino como fantasma posmoderno con carga vanguardista, es decir, como explicación surreal de una estética que busca una ética correspondencia con la vida a punto de interrumpirse. Así, en la perspectiva novelística de Calderón Fajardo, París se va vislumbrando, a su vez, como ciudad-luz-en-sombra, para descubrirnos un nuevo y revelador sentido del título «La noche humana».
La experiencia parisina de Calderón Fajardo es vertida con rabiosa pasión en los vaivenes narrativos del nudo de la novela, o sea, en «Los movimientos del silencio». En este espacio vale considerar una intención radicalmente literaria, que evita a toda costa una reconstrucción fiel y pormenorizada de la realidad que atormenta al escritor Antonio Salas. Calderón Fajardo, por medio de aquel, asume el rumbo de la creación con el mismo empeño, pero con mejor suerte que su malogrado personaje. Antonio Salas, protagonista del segundo capítulo, no consigue reencarnar plenamente a Gonzalo More, pero logra, al menos, quizá porque parece moro, atarse a una francesa marginal, una pied noire —ciudadana francesa que residía en Argelia y que se vio obligada a salir de ese país tras el asesinato de sus padres—, una bailarina de ballet que en principio se proyecta como continuidad física de Helba Huara y que después se perfila como extensión emocional de Milú, hasta concluir la transformación y culminar la identidad Yvonne-Milú. Así, Calderón Fajardo flexibiliza y potencia la dimensión de sus personajes en otros sujetos de ficción con el objeto de exorcizarlos de sí mismos. Suerte de versión narrativa de lo que en psicoanálisis se denomina «transferencia» —ideas o sentimientos derivados de una situación anterior, que el paciente proyecta sobre su analista durante el tratamiento, del que es parte esencial— para «curar» al personaje de todo aquello que lo hace infeliz en cuerpo y espíritu.
Calderón Fajardo se proyecta o refleja en Antonio Salas y Carrasco F. no para ocultar su identidad sino para sortear lo biográfico y ser más fiel a sus recuerdos, es decir, a como él ha memorizado sus andanzas para convertirlas en referentes personales o experiencia. Encarnado como uno u otro —aprendiz de escritor o escritor joven— supera la necesidad de distraerse en detalles —el principal conflicto de Antonio Salas que luego heredará Carrasco F. cuando conozca a Yvonne y se involucre con Milú—, con el claro sentido de ofrecerle al lector un mayor ámbito de exploración, interpretación y responsabilidad para relacionar creativamente los hechos y las reflexiones. Así también encontramos a Julio Ramón Ribeyro, con nombre y apellido, en «Los movimientos del silencio». Es el Virgilio que guía a Antonio Salas hasta la madre del cordero de la historia que lo obsesiona: Helba Huara, en una tertulia en casa de la rusa Désirée Lievan. Luego Ribeyro aparece convertido en Pedro Pablo J. en «Vida interrumpida», pero ya no como guía y maestro literario sino como otro condenado a muerte, y atrapado al igual que Carrasco F. y Amador R. por los encantos de Milú, quien, a su vez, arrastra y encarna la tradición de la bohemia peruana en París a lo largo de medio siglo.
Esta estela de personajes que dejan de ser para asumir otras formas e identidades de un capítulo a otro, para ser los mismos, después de todo, escribiendo la misma historia, pero, sobre todo, viviendo el mismo sufrimiento y orgasmo, le confiere a La noche humana una muy particular manera de referir la realidad en términos novelísticos. El autor ofrece al lector una concepción de ficción realista poco ortodoxa tanto por su desarrollo narrativo como por el arte poético que se filtra subrepticiamente a través de Antonio Salas y Carrasco F. en sus devaneos literarios. Postura arriesgada y valiente hasta donde lo permite el género, pues fuerza el realismo literario al punto de casi quebrarlo. Logra, así, un realismo inteligente y nada mezquino, que nos muestra una realidad más plena —holística, además de lógicamente secuencial y predecible—. Y lo mejor es que no repite fórmulas seguras para intentar publicar en España: como ambientar una novela en un pueblo peruano remoto, controlado por terroristas y narcotraficantes, y apoyar su historia en temas periodísticos —secuestros, corruptela política y fosas comunes—. Tampoco opta por apuntar a plantillas para contentar a quienes creen que el trabajo literario solo es serio cuando se «clona» ciertas obras que han pasado a ser monumentos ideológicos que no se pueden cuestionar porque dan luz sobre el Perú profundo, denuncian la injusticia social, muestran la violencia del tiempo o tratan de precisar «desde cuándo estamos jodidos».
Calderón Fajardo no duda en tomarse varias licencias para ser fiel a sus principios de narrador comprometido con una estética y un código que le permite profanar la hoja en blanco. En efecto, es un escritor que no atiende al marketing editorial ni a las fórmulas de éxito de venta que imponen los sellos y certámenes comerciales. En La noche humana, prevalece lo literario, aunque el riesgo sea la indiferencia de los críticos acostumbrados a escritores embriagados por estar a la moda o concentrados en alimentar una hoja de vida que satisfaga a sus agentes literarios del otro lado del charco.
A manera de desenlace, «Vida interrumpida» lleva al paroxismo el desarraigo y la añoranza. La enfermedad y la muerte, elementos muy presentes en la acción-reflexión y en los diálogos de los personajes, cumplen finalmente una función redentora en la tríada Carrasco F.-Pedro Pablo J.-Amador R. ante la figura casi sobrenatural de Milú, la gran sobreviviente a los horrores de la guerra, la ignorancia y el desamor. Desde la visión mítico-histórica de Robert Graves, Milú sería una mujer arquetípica, es decir, la «Hembra»: «Es la triple diablesa que se presenta al hombre caído como madre, novia y amortajadora. El primero de los cinco días hila la hebra de su vida; el segundo lo halaga con la esperanza de la fama; el tercero lo corrompe con su lujuria; el cuarto lo arrulla en el sueño de la muerte; el quinto llora su cadáver.» Milú —máscara de París— es así y más inquietante aun, quizá desde el origen de su supervivencia, posiblemente cuando logra trascender el deseo físico de poseer a Helba.
En La noche humana, Calderón Fajardo muestra una historia con el necesario color local como para traslucir lo peruano, pero con el suficiente criterio como para evitar la escenografía costumbrista y folclórica de un grupo de peruanos en París —la cual, a propósito, se ofrece desprovista de la Tour Eiffel y otros lugares comunes de la otrora Ciudad Luz—. Tan universal como peruana, La noche humana es una novela clave en la biobibliografía de Carlos Calderón Fajardo, escritor que se ha hecho de un lugar prominente a fuerza de no dejarse vencer por un espacio literario en el que la banalidad y la falta de oficio se pasa por alto porque se prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer.