Gracias a la iniciativa de Carlos Sotomayor y de Gabriel Rimachi, nos es posible celebrar la aparición de un libro que agrega importantes puntos al muy reciente —y creciente— interés por atender la tradicionalmente ninguneada producción nacional de relatos no realistas. El título —cabalístico y obvio— subraya lo cuantitativo, pero lo mejor de todo es que se trata de un proyecto que promete, por lo menos, una segunda parte. Esto supone evidentemente un necesario trabajo de exploración y rescate de propuestas que, si no estuvieran presentadas desde la perspectiva de una antología de cuento fantástico, correrían el riesgo de pasar inadvertidas. Y en este detalle está el aporte de esta flamante publicación de Editorial Casatomada.
17 fantásticos cuentos peruanos es una reunión de, como lo advierte el título, el mismo número de relatos de sendos escritores nacionales, que aparecen en este orden: Carlos Calderón Fajardo, José B. Adolph, Enrique Prochazka, José Güich, Carlos Rengifo, Ricardo Sumalavia, quien escribe, Víctor Miró Quesada Vargas, José de Piérola, Gonzalo Málaga, Marco García Falcón, Santiago Roncagliolo, Fernando Sarmiento, Jeremías Gamboa, Julio César Vega, Lucho Zúñiga y Johann Page.
A fin de que el interesado pueda tener una idea del tema y tratamiento narrativo de cada relato de la antología, conviene hacer algunas precisiones sobre lo que se entiende y debería entenderse por literatura fantástica. Por lo general, los especialistas en teoría literaria no consideran que lo fantástico sea un género sino, más bien, un tipo de ficción. En estricto, el género es la novela, el cuento, el ensayo, la poesía, es decir, cierta forma o manera en que un escritor presenta a un lector su materia literaria. Por tanto, es mejor hablar de ficción fantástica, con lo cual abarcamos géneros y, sobre todo, una cosmovisión creativa en el ámbito literario, una actitud no pasiva ante las «inexorables» leyes del mundo físico. Así, además de expresarnos con corrección y propiedad, le damos un matiz de postura estética a quienes caen o resbalan —que son más de lo que uno imagina— en este tipo de obras de ingenio.
Aun así, el concepto de literatura fantástica es vago. Con mayor rigor, pero sin ánimo de ser cerradamente académico, vale considerar como expresiones de lo fantástico el terror (en particular lo gótico), el absurdo, lo insólito e incluso la ciencia ficción (aunque para muchos se trata de un tipo independiente de ficción, como lo real maravillo en el caso de la ficción feérica).
[1] En «El hombre que mira el mar», Carlos Calderón Fajardo nos sumerge literalmente a un mundo marítimo de extensiones oníricas. Este autor plantea poéticamente un juego muy interesante: lo que parece ser un peligro no es otra cosa que una experiencia plena e íntima entre un ser racional y un organismo marino —la medusa—. Hermosa y extraña metáfora que concluye con un intercambio de gestos que invitan al lector a retomar el cuento para descubrir ciertas pistas que se pasaron por alto.
[2] José Adolph, con fino humor e ironía, participa con un texto aparentemente ligero: «No creas en cuentos de perros». Nada más equivocado. Adolph lleva al lector hasta donde le permite la imaginación, sobre la base de un conocimiento científico que desemboca en un curso de filosofía del lenguaje, a una muy amena reflexión sobre la psiquis canina, su pensamiento lógico y su incapacidad para distinguir la vigilia del sueño. La lección queda clara con un divertido y sorpresivo final de último renglón.
[3] «Tú, que entraste conmigo» de Enrique Prochazka es el texto perfecto para iniciar una discusión sobre la relación entre la ficción fantástica y la ciencia ficción, prurito que corre el riesgo de ser una estéril discusión entre marcianos. El autor va revelando sin que el lector se dé cuenta un mundo insospechado, por medio de un discurso entre iluminado, erudito y lúdico, que se vierte en el diálogo entre un hombre y una mujer. Como los mejores, Prochazka le rinde inspirado culto al poder de la palabra.
[4] En la misma frontera que separa (o vincula) la ficción fantástica y la ciencia ficción, «Los pilotos del templo de piedra» de José Güich es un angustiante relato de un grupo de aviadores que vive un cautiverio semejante al mito de Sísifo. La disciplina militar va cediendo ante la evidencia de que «seres superiores» controlan la realidad con su tecnología. Y al igual que en el ensayo de Camus, Güich recrea la metáfora del infructuoso esfuerzo del individuo que gasta su existencia en un trabajo improductivo.
[5] En el ámbito del terror gótico, Carlos Rengifo desarrolla una historia cuya lógica pesadillesca deviene en una inquietante y paulatina transformación del protagonista. El título, un tanto cinematográfico —«Criaturas de la sombra»—, previene al lector en alguna medida sobre el pulso espeluznante del relato, pero es con la lectura que tales indicios se potencian renglón tras renglón hasta la aceptación de un triste e insuperable estado físico: la degeneración del sujeto en sórdida, callejera y vil materia.
[6] Seis microrrelatos del libro Enciclopedia Mínima de Ricardo Sumalavia dan un muy interesante valor agregado a 17 fantásticos cuentos peruanos. «Verdaderas amigas», «El alma de la fiesta», «Almas perdidas», «La niña ante el espejo», «Mal sueño» y «Reliquias» constituyen una brillante constelación. Los textos de Sumalavia, entre la sugerencia y la insinuación, consiguen plantear y resolver en contundes palabras y pocas frases el quiebre de la realidad que caracteriza a muchos relatos fantásticos.
[7] Respecto a mi cuento «Entre dos eclipses», debo confesar que nunca tuve muy claro si se era estrictamente una ficción fantástica o realista (para esto último habría que aceptar al grueso del cuerpo de texto como un sueño o una alucinación). Por contagio, si se lee en el contexto de esta antología, el lector quizá no dude en conferirle la etiqueta de fantástico. Habría que leerlo en laboratorio, a salvo de cualquier virus o germen fantasioso. O, mejor, en una antología de ficción realista titulada 17 veces 17.
[8] «El riesgo de ser personaje» de Víctor Miró Quesada es un texto equilibrado y con buen enganche. El autor, con una prudente dosificación de la información, mantiene la expectativa hasta el desenlace. Así, el suspenso de este relato, que lleva irremediablemente al lector a asumir el quehacer literario como una experiencia reveladora, se torna en una estocada fatal, tras un derrotero que nos ha permitido reflexionar en torno al ejercicio de la ficción y su incumbencia en la realidad.
[9] José de Piérola plantea cómo un objeto común e insignificante puede convertir una existencia gris y anodina en una vida, de pronto, azarosa, agitada y llamativa. «Lápices» nos muestra con esmerada sencillez y prolijidad el conflicto entre la creencia y la ciencia. Lo fantástico —apenas una sutil descripción de cómo unos pequeños lápices se liquidan en la garganta del personaje para ser tragados por este— resulta un cándido pretexto para explorar la alegría y el terror de ser y de la existencia.
[10] «Speechman» de Gonzalo Málaga es una desgarradora farsa gótica que indaga en los límites de tolerancia de una pareja, víctima del elocuente e inoportuno Speechman. Málaga combina dos recursos de la ficción fantástica con gran acierto y cálculo: el absurdo (kafkiano) y el final sorpresivo (cortazariano). La combinación no solo resulta conveniente sino que le permite un final tan dramático como esclarecedor, que explica la esencia textual del personaje cuyo nombre es el título del relato.
[11] Marco García Falcón, autor de «El resplandor de Céline», ofrece un muy consistente relato sobre la atracción entre un estudiante de artes plásticas y una modelo que habita en la escuela. Podría pensarse que se trata de un cuento realista, pero la cita del místico y teósofo Emanuel Swendenborg nos anuncia el quiebre de la realidad: «No a cualquiera le es dado reconocer una aparición maravillosa». Declaración que cobra vigencia páginas más adelante cuando Céline —como un leve resplandor— se borra.
[12] Con «El pasajero de al lado», Santiago Roncagliolo le propina al lector un cruento golpe en forma de develamiento narrativo. Lo que parece un efectivo flirteo entre una rubia y un turista en un ómnibus urbano se convierte súbitamente, tras guiños, miradas de rabillo y rubores, en una dolorosa y tétrica revelación. Se trata de un gótico diurno que estremece por el modo en que se refiere la muerte y la experiencia metafísica que aquella supone. En suma, un texto muy fluido, directo y precisamente desgarrador.
[13] «La última risa» de Fernando Sarmiento es una fehaciente demostración del vigor de la narrativa peruana, a la cual ningún tema le es ajeno. Podría decirse que este relato es el más realista del conjunto: no hay nada en él estrictamente imposible, salvo que admitamos como real la existencia de Bruno Díaz y Batman. Lo gótico no solo está marcado por los elementos truculentos del cómic sino por la decadencia misma del gran héroe, quien se encuentra condenado a muerte y perturbado por el inmortal Guasón.
[14] Jeremías Gamboa ha concebido su «Evening interior» para sorprender doblemente al lector. Lo que inicialmente se presenta como un juego voyerista entre un hombre y una mujer, deviene en supuestas escenografías con sendos maniquíes enfrentados, para ser personajes de un cuadro muy distinto al de aquella realidad comercial. Gamboa, no obstante la quiescencia de los personajes, le confiere dinamismo a su texto mediante un «paneo» mental que se entremete en las presunciones del sujeto.
[15] Julio César Vega ofrece un cuento intensamente hilarante y, al mismo tiempo, pesaroso. «El gato del abismo» es la historia de un suicida que, por causa de un ángel de sexo femenino, no consigue llevar a cabo su propósito. Entre una dramática miseria, la culpa cristiana por fornicar con un ángel y la imparable promiscuidad del ser divino, el personaje deja de ser un payaso de sí mismo y de otros, para regresar al mismo punto en el que se inicia la historia, quizá para acabar con lo que desea reanudar.
[16] «El bote» de Lucho Zúñiga enfatiza en la idea del escritor-dios que decide el destino de sus personajes y prueba la entereza y fe de estos en una cada vez más intolerable situación limite. Más allá de la anécdota y del sentido estético y filosófico del relato que aquella implica, Zúñiga consigue dibujar una escena con ciclos de tensión muy bien logrados. Y toda esta expectativa que lleva a suponer un final catastrófico se diluye en la esperanza real o ilusoria que parece dibujarse en el monótono horizonte.
[17] Con un típico título existencialista, «El muro», Johann Page muestra un muy particular límite entre la realidad y la ficción. La construcción del muro es una absurda y vigente metáfora de la respuesta colectiva ante una amenaza fantasma, y se vuelve más irracional aun cuando el único constructor sobreviviente, ya casi identificado con su mutante obra, descubre que el mundo es una red de muros en competencia. Incisivo relato, con efectivos elementos góticos, sobre la paranoia social.