La colección de relatos Durmiendo en el agua (también título del sexto cuento), aparte de ser una apuesta literaria que denota la áspera piel de ciertos ámbitos de la sociedad peruana, es una propuesta narrativa que hace de lo onírico un originalísimo telón de fondo para no caer ni redundar en una propuesta literal de la realidad que nos circunda.
Resulta interesante la invitación al diálogo que Quispe Agnoli le extiende al lector. El primero y último cuento, es decir, «El cuarto mandamiento» y «El Diablo de Höllental», ofrecen dos crudas escenas familiares marcadas, respectivamente, por el tánatos y el eros. En el primer relato, Quispe Agnoli desarrolla una introducción valiéndose de la típica ficción maravillosa. Pero este mundo feérico, de personajes prefigurados y rígidos (sea héroe, donador, mandador, ayudante, villano o traidor, que incluye el bien amado o deseado, según el viejo Vladimir Propp), se diferencia a medida que la pequeña protagonista —Martina— despierta a la realidad o, más bien, deja de soñar. Desde el título, la referencia al cuarto ítem de la ley de Dios, según la tradición judeo-cristiana, es un guiño muy efectivo del tema del relato.
Quispe Agnoli consigue en este cuento poner sobre el tapete las relaciones de poder en la sociedad peruana, y todo lo que estas implican para su perpetuación en el aspecto más nefasto: opresión, maltrato, intolerancia, exclusión y discriminación por sexo y color de piel. En un clima familiar en el que impera la doble moral, los principios no tienen cabida y la ley (el cuarto mandamiento) es motivo de una «interpretación auténtica», lo que deviene en una venganza circunscrita a la pena del talión. Pero Quispe Agnoli, para llegar a ello, hilvana sueños, proyecciones, reflexiones y hechos, que desembocan en la pérdida de la inocencia de Martina, así como el fin de un espacio-matriz maravilloso y protector.
Y todo esto que se acaba en «El cuarto mandamiento», de algún modo se recobra en el «El Diablo de Höllental», desde la metáfora de la concepción de la vida. Como los párrafos iniciales de «El cuarto mandamiento», típicamente feéricos, las alusiones al mundo maravilloso no se quiebran en el último cuento del libro Durmiendo en el agua. La sorpresa o quiebre está en la dimensión psicológica del antihéroe (el Diablo de Höllental), personaje —más que maligno— dionisíaco, oscuro, perturbador y fascinante, que se escapa —deja las páginas— de un «cuento para niños» para existir en la mente de una mujer que se prepara para ser madre, para ser en el deseo que emana en la sutil frontera que separa la vigilia como ensoñación del sueño mismo y como tal. Y así como el Diablo de Höllental era vencido por el príncipe Ludwig en el relato, del mismo modo este personaje dionisíaco, oscuro, perturbador y fascinante es desplazado en el lecho de la narradora de la historia. La lección va quedando clara: la armonía familiar tiene un precio alto, en algún caso puede significar el sacrificio de alguno de sus miembros por el bien común, y en otros, saber ceder y equilibrar los poderes de lo apolíneo y lo dionisíaco o reunirlos en una creatura.
Los cuentos que Quispe Agnoli ha dispuesto entre el primero y el último relato son variaciones del dominio, la traición y la muerte, así como de sus contrapartes: el sometimiento, la fidelidad y la vida (como pulsión erótica).
«El cementerio de Acarí», segundo texto de Durmiendo en el agua, es una desgarradora historia en la que la ficción feérica ha sufrido una lúdica vuelta de tuerca, es decir, Quispe Agnoli desarrolla una narración realista-maravillosa de embriagador tinte rulfiano, por lo escatológico. La elección de Acarí no es gratuita ni azarosa; conviene saber que el topónimo «Acarí» proviene de la voz quechua «ñacari», que significa sufrimiento, por lo que esta carga semántica, potenciada por el reconocimiento de esta zona del sur del Perú como lugar que ha inspirado leyendas que desbordan la imaginación, está presente en cada renglón del cuento. La autora ubica a los personajes y los hechos en un lugar cuyos elementos y composición son muy particulares, en un tiempo en el que los amos de origen europeo y los esclavos de origen africano constituían una simbiosis hoy inaceptable y muy difícil de entender. En este contexto de superstición y tradiciones rígidas, la autora nos presenta los preparativos de un rito cuya significación festiva —la celebración de la vida— se revierte desde un punto de vista histórico posterior —las honras fúnebres y la exhumación—.
«Federico» es un pormenorizado contrapunto sobre cómo se va construyendo recíprocamente la atracción erótica entre un hombre y una mujer. Pero la obtención del objeto de deseo solo queda en el plano del anhelo y la especulación. Resulta verdaderamente irónico que el fracaso se dé entre dos lectores del escritor y semiólogo francés Roland Barthes. Pero por ello quizás el énfasis mórbido en la interpretación del gesto, el guiño, la señal y el signo en general; en hallar el significado y relevancia en lo anodino e insignificante; en la atención desmesurada en lo supuesto o lo entredicho. Este desfase entre dos sujetos que se atraen no es otra cosa que una dramática metáfora del amor erigido en los extramuros del edificio platónico, o sea, condicionado, calculado y, por tanto, desvirtuado de su sentido puro, pleno y constructivo. En esta suma de malentendidos, Quispe Agnoli plantea una paradójica —y patética— situación: la comunicación en manos de especialistas en desarrollar mensajes puede asegurar la transferencia del conocimiento o del saber, pero no necesariamente procura la felicidad o la satisfacción de experimentar la libertad o la sensación de creerse libre.
«Para visitar museos», más que un instructivo en clave de sutil humor, es una reflexión sobre el sentido último del edificio o institución cuya finalidad consiste en la adquisición, conservación, estudio y exposición al público de objetos de interés cultural. Es oportuno tener en cuenta que un museo es una invención moderna —no contemporánea— que alberga con criterio didáctico colecciones de objetos (artísticos, científicos) fuera de sus respectivos contextos naturales, a fin de estar y ser, en un ejercicio de abstracción, frente al visitante. En un sentido estricto, «Para visitar museos» no es un cuento, y en esta inclusión medio forzosa —que desnaturalizaría la colección de cuentos Durmiendo en el agua— radica justamente la acertada decisión de Quispe Agnoli de haber incorporado esta ficción literaria a su selección de relatos, al igual que una pieza de museo, en cuanto objeto raro, curioso y, por tanto, valioso. Así, la autora quiebra el esquema de posibilidades del género cuento e insufla al texto «Para visitar museos» las características de la narración breve. Solo en esta perspectiva podría apreciarse la relevancia y sarcasmo del punto de vista no de la autora sino del narrador-personaje de esta particular ficción literaria que cuestiona los límites de lo humano, así como las bases de las principales construcciones físicas y mentales del ser contemporáneo.
El despliegue de la libertad sexual, como rito erótico o descubrimiento del otro, es el eje de «Guitarra en riendas» y «Durmiendo en el agua», respectivamente, quinto y sexto relatos del libro. En estos cuentos, Quispe Agnoli hurga en los pliegues del cuerpo, indaga en la ondulación de los amantes, persiste en el deseo mismo, mediante descripciones explícitas y pasajes fluidos y fluyentes. Pero hay una interesante diferencia entre un relato y otro: sus protagonistas son mujeres de sexualidades opuestas. Una con un apetito sexual hacia la dominación y elección de su «presa», la otra con propensión al placer carnal circunscrita al sometimiento y humillación. Pero no se trata de una polaridad quiescente, pues son personajes desarrollados en horizontes que recrean la humanidad en la certidumbre y contradicción, en la búsqueda del placer y en el encuentro del dolor, en la intensidad de la vida y en la indiferencia de sus entornos como materia transparente o naturaleza etérea.
«Guitarra en riendas» deja de lado las pautas morales, que generalmente actúan como bridas y atentan contra la integridad del individuo, para enfocar el desarrollo de la historia en el olfato ético y erotizado de la protagonista, es decir, en lo que debería ser lo sexualmente correcto. Así, Quispe Agnoli enfrenta a la protagonista a una experiencia sexual marcada por la cadencia, el son y el ritmo, o sea, una libido de esencia musical, de intensa composición erógena. El cuerpo femenino, convertido por una suerte de transmutación erótica en guitarra, se despliega con total libertad sexual hacia una liberación auténtica que reconoce las fronteras de la existencia, proceso que admite el arrepentimiento y la reconsideración para no solo alcanzar la paz tras un coito por cumplir sino, sobre todo, cultivar una dicha plena en el otro, semejante a lo que implica un orgasmo bien ganado y merecido. En la otra orilla, «Durmiendo en el agua» enfatiza la constancia y el perdón, pero sin el polvillo de la fe y superstición cristianas. Quispe Agnoli, en su pleno ejercicio de inventar, imaginar y fabular, no solo recrea la realidad sino que, además, reinterpreta lo onírico como un espacio de revelación, pero regido, en alguna medida, por las leyes de la vigilia. Lo onírico como un mar que fluye entre los continentes de lo posible y lo imposible, polos entre los que oscila tanto la racional como instintiva naturaleza humana.
Y en este mar entre tales continentes se halla «La Isla de Sal», el sétimo relato de Durmiendo en el agua. Si bien el manejo de la intriga (la dosificación narrativa de la información para efectos de atrapar al lector) es bastante acertado en el conjunto de relatos, en este cuento, en particular, llega a un punto de realización muy alto. Quispe Agnoli conduce al lector de un presente impreciso hacia un pasado determinado por un recuerdo que será el origen de un ambicioso proyecto (un beach resort, para mayores señas), en un futuro incierto. Pero la ejecución del proyecto solo es posible sobre la base de una inversión de roles (el fuerte se convierte en débil y viceversa) y de un cambio aparentemente no muy sustancial, es decir, que esta isla deje de denominarse Gorgona y pase a llamarse Isla de Sal. El aire rulfiano vuelve a imponerse, pero ahora como diálogo entre cadáveres, fantasmas y personas vivas. Y al igual que el Acarí sugestivo y cuna de leyendas, espacio del segundo relato, en el penúltimo cuento se tiene al típico lugar inverosímil que existe en el Atlas, es decir, la realidad que supera a la ficción y que, como escenario increíble, potencia el alcance de lo relatado.
De acuerdo con la mitología griega, las Gorgonas eran tres hermanas monstruosas llamadas Esteno, Euríale y Medusa. En La Odisea de Homero, la Gorgona es una cabeza fantasmal que vive en el Hades (inframundo griego, morada de los muertos). Estas referencias mitológicas pasan supuestamente a un segundo plano si el lector se informa que esta es una isla de origen volcánico ubicada frente a la costa pacífica colombiana que, en la década de 1950, funcionó como prisión de los más peligrosos delincuentes de Colombia. Pero ahí no acaba la historia: desde la visión eurocéntrica, esta isla fue descubierta por Diego de Almagro en 1527 y Francisco Pizarro la denominó Gorgona por la gran cantidad de serpientes. Estas recordaban a las hórridas hermanas de la mitología griega que llevaban serpientes en la cabeza en vez de cabellos. Y con una explicación lindante con la lógica del mito, Quispe Agnoli consigue rematar el cuento sin caer en la tentación de lo explícito. Sin duda, un poderoso eco que se encuentra también en los demás textos, que la autora ha urdido con sostenida pasión y talento.
La autora de la colección, Rocío Quispe Agnoli, ha ido más allá del simple hecho de juntar ocho cuentos y denominarlos, bajo el concepto de libro, Durmiendo en el agua. Sin duda, la publicación de esta obra supone un reencuentro entre Quispe Agnoli, quien radica en el extranjero hace muchos años, y sus raíces, y, sobre todo, significa un trabajo tan silencioso como excepcional, cuyo resultado es un libro maduro y coherente, en el que no sobra ni falta nada. Un primer libro ante el cual no es necesario hacerse de la vista gorda para salvarlo, pues lo que el lector hallará al tomarlo es un conjunto de historias que huyen del formato «cuento de taller» que caracteriza a casi toda primera entrega.