Si con El narrador de historias Enrique Congrains hace gala de un especial vigor creativo, al urdir una trama ambientada en 2075, con 999 palabras para el planeta Tierra este autor, proveniente de las canteras del realismo más «radical» de la década de 1950, demuestra que lo suyo no es la subordinación irrestricta a un patrón ficcional de «mayor estatus» o de «amplio reconocimiento», sino el enfrentamiento crítico a la esencia misma de la recreación estética de la realidad que permite el ejercicio literario, a partir de un conocimiento de lo que es el hombre, y lo que este hace, sueña, imagina, transforma y transgrede. Congrains ha regresado al ruedo para disturbar a quienes fungen de críticos literarios sin mayor mérito ni valor «agredado»; para perturbar a quienes intentan fabricar un panorama narrativo a su medida; para mortificar a los defensores a ultranza del realismo; y, en fin, para indisponer a quienes consideran que la ficción artística es un concepto planteado para ahondar brechas, excluyendo a los de acá a fin de promover o catapultar a los de acullá.
Pero antes de desarrollar algunos asuntos de fondo, resulta pertinente contar con alguna idea de lo que es 999 palabras para el planeta Tierra, es decir, de su particular trama en el panorama literario peruano y regional.
En un futuro no muy lejano, cerca de las Líneas de Nazca, aterriza un artefacto espacial —denominado Nave Editora— proveniente de un planeta que no pertenece a nuestra galaxia —la Vía Láctea—. El primer individuo que entra en contacto con la Nave Editora es el maestro de escuela rural Toribio Huaita Quincho. El contacto no tarda en divulgarse y la Nave Editora invita a todas las naciones de la Tierra a redactar un artículo de 999 palabras sobre el género humano y escoger tres imágenes que representen a la humanidad. Texto y fotos aparecerían en una próxima edición de la Gran Enciclopedia Intergaláctica, volumen en el que aparecen todas las especies inteligentes visitadas por la Nave Editora. Es un difícil reto; téngase en cuenta que hasta el momento este texto presenta poco más de 333 palabras, o sea, aproximadamente la tercera parte de lo que debían escribir sobre la Tierra los redactores seleccionados por la Unesco, a partir de un lobby entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU —China, Francia, Federación de Rusia, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y Estados Unidos— … y aún hay mucho que decir de 999 palabras para el planeta Tierra.
La novela presenta los diálogos que sostienen mensualmente cinco latinoamericanos —de Costa Rica, Estados Unidos, Colombia, Venezuela y México— durante doce reuniones —del 5 de mayo de 2015 al 5 de abril de 2016— en casa del anfitrión «tico», cerca de San José. Refiere
Estas sesiones tienen la función narrativa de convocar a estos sujetos —en cada reunión más entrañables y cohesionados, no obstante sus diferencias y personalidades— para intercambiar información, en una primera etapa, sobre todo lo concerniente a la conformación del equipo de redactores que se encargará de elaborar el artículo de las 999 palabras y de seleccionar las tres imágenes, y, en una segunda fase —o sea, una vez constituido el grupo de trabajo que opera en la sede de la Unesco, en París— especular, a partir de sus pesquisas en las altas esferas en las que se mueven, acerca de los temas que se desarrollarán en el artículo para la Gran Enciclopedia Intergaláctica.
Congrains acierta en suponer todos los escenarios imaginables gracias a un muy buen diseño de los interlocutores: aparte del anfitrión costarricense, que se dedica al cultivo del café; hay un abogado mexicano, ex embajador de su país en Washington; un sociólogo venezolano; un neurocirujano estadounidense de origen ecuatoriano; y un culto y sagaz inversionista colombiano. Estos personajes, en cuyos parlamentos no hay acotación alguna, se expresan académicamente, aunque con ciertos matices, pues de pronto el nivel desciende a la chacota de barrio, al discurso familiar, al chisme de peluquería o a la picardía de salón, para retomar vuelo con un enfoque periodístico que evita la jerga o el grado sumo del discurso especializado. De acuerdo con el narrador de la bisagra: «si algo tenían en común los cinco era el ser latinoamericanos informados, cosmopolitas, con leguas o kilómetros de buenas lecturas, y dotados de vasta curiosidad por indagar críticamente en los asuntos de la humanidad».
Con 999 palabras para el planeta Tierra, Congrains se muestra, en el plano de la forma, como todo un conservador, y se aleja —sin dejarlas u olvidarlas— de sus principales preocupaciones temáticas: el rol de la mujer y las migraciones. Ante este alejamiento, incluye a su universo narrativo dos asuntos que sustentan las reflexiones más agudas y emblemáticas de 999 palabras para el planeta Tierra: la crítica al eurocentrismo y la reivindicación del autodidactismo.
Es más que relevante que el descenso de la Nave Editora se produzca cerca de las Líneas de Nazca. Esto tiene varias aristas muy interesantes. En primer lugar, el carácter aún enigmático en el imaginario nacional —no obstante las conclusiones de diversas investigaciones científicas— de este conjunto de geoglifos que solo puede ser apreciado en su gran dimensión desde el cielo. El mensaje que encierra las Líneas de Nazca ¿a quién va dirigido?, ¿a los dioses o a los extraterrestres? Este escenario le otorga a 999 palabras para el planeta Tierra un efecto muy inquietante, pues la respuesta sobre el sentido de las Líneas de Nazca no se halla explícito en la novela, sería más bien una conclusión de cada lector. En segundo lugar, por la atención que cobra un país como el Perú ante la comunidad internacional. En la novela, queda clara la grandeza histórica y cultural del país que se edifica alrededor de las Líneas de Nazca. Desde el aterrizaje de la Nave Editora, el mundo gira en torno a este país tercermundista. Y, en tercer lugar, se rinde homenaje al autor de Canto de sirena. En efecto, Congrains no solo dedica su reciente obra a Gregorio Martínez, sino que exalta el espíritu de este, ubicando el descenso de la Nave Editora cerca de las Líneas de Nazca y pincelando al personaje Toribio Huaita Quincho con ciertas características del admirado «Goyo». Que la Nave Editora no se posara sobre Estados Unidos, Canadá, Australia o Europa no es un mero capricho nacionalista de Congrains. La elección del desierto de Ica, como se puede apreciar, obedecería tanto a razones históricas y socio-políticas como literarias.
Todo este énfasis geopolítico en lo peruano —representado por el escenario iqueño— y, sobre todo, latinoamericano, fruto, sin duda, del desplazamiento del autor por diferentes países de esta parte del mundo —personificado en los interlocutores que se reúnen religiosamente cada mes en casa del anfitrión costarricense—, es utilizado por Congrains para plantear una dura crítica al afán de establecer una cosmovisión —que implica una «Historia Universal»— desde la perspectiva de Europa. Esta crítica al eurocentrismo la desarrolla Congrains en diversos entornos y niveles.
La conciencia narrativa del eurocentrismo se plantea transversalmente en muchas de las discusiones entre los interlocutores latinoamericanos, en los comentarios directos de los redactores del artículo de las 999 palabras y en el punto de vista periodístico-editorial que encabeza a gran parte de los subcapítulos de la novela, como ocurre con la cita del diario Czech Happenings de Praga: «Es legítimo entender la historia del ser humano como una permanente expansión de sus horizontes: de una Tierra plana y circunscrita a Europa, Asia y África se pasó a un verdadero descubrimiento de que nuestro hogar era una esfera terráquea».
Por otro lado, Congrains ensalza reiteradamente el aporte intelectual no académico, en estado puro —no contaminado por un sentido de competencia egoísta y avasallador—, es decir, el que se genera y promueve en grupos ajenos al quehacer del negocio de la enseñanza universitaria. Además, estamos obviamente ante una filuda y ácida crítica: la evidente inutilidad de una entidad como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, o sea, la Unesco, y del mundo académico formal, caracterizado por su doble moral. El grupo de especialistas que sesiona en el seno de la Unesco, en París, para cumplir con el encargo «mundial» de redactar el artículo de las 999 palabras es claramente la metáfora del fracaso de la burocracia académica y de las mentes privilegiadas, formadas en recintos universitarios, para solucionar los principales males que afectan a la humanidad.
En esta novela de Congrains, tanto la crítica al eurocentrismo como la reivindicación del autodidactismo son afirmaciones políticas, no cabe duda, pero no caen en el burdo panfleto de la denuncia social obvia o la promoción demagógica de un «nuevo orden», pues lo de él es la literatura, a saber: el arte de llevarnos a la reflexión mediante la experiencia lectora de conocer una ciudad real o imaginaria, un país cercano o lejano, un mundo (el nuestro u otro), o el mismo universo, en su continua creación-destrucción-expansión desde nuestra reducida capacidad humana, personal, para entender semejante inmensidad, tremendo prodigio. Escritores como Enrique Congrains tienen el poder y virtuosismo narrativo para ofrecernos con pasión este panorama complejo que es 999 palabras para el planeta Tierra, y de extrañarlo, una vez que hemos concluido su lectura.