Como los verdaderos héroes de Percy Galindo, escrita en primera persona y en presente histórico, ambientada en su natal Huancavelica, relata con fluidez —y por momentos con verdadero y apasionado delirio— las peripecias de un sujeto que pretende prescindir de todo su pasado, incluso de su nombre, en el ejercicio narrativo que asume. Pero se trata de un ejercicio narrativo que no ignora la reflexión que algunos acontecimientos implican ni desaprovecha la oportunidad de describir diversos espacios urbanos y rurales de la otrora Villa Rica de Oropesa, ni soslaya la historia cercana, lejana y remota de esta zona del Perú.
Como los verdaderos héroes es una novela compleja, pero de estructura simple: dos partes muy bien definidas a partir de la crisis del narrador-personaje sin nombre. Esta crisis no es otra cosa que una caída física y emocional. Galindo refiere esta situación límite (como experiencia humana y como frontera narrativa entre la primera y la segunda parte de la novela) de la siguiente manera: «Yo no respondo y me hundo más en el suelo. / Tirado en medio de la pista, pienso: Va a llover. / Levanto la cabeza y veo hacia atrás. Calculo lo mucho que tendré que avanzar, arrastrándome otra vez, con los brazos, para volver al parque, a mi punto de partida». (p. 192)
La segunda parte del libro está compuesta por testimonios (fragmentos) que, al igual que piezas de un gran rompecabezas narrativo, le darán una mayor profundidad o textura al registro inconcluso de la primera parte. Pero no perdamos de vista la caída literal y metafórica del personaje: la verdadera dimensión de esta se apreciará hacia el final de la novela, en el «testimonio» de Iris de Ramírez. Aquí estamos ante el mismo hecho, pero desde afuera, es decir, replanteado e interpretado a partir de la dimensión psicológica de un personaje poco amistoso con el protagonista: «Porque eso fue lo que pensé, que de la pura borrachera o por el frío reinante el desgraciado se había muerto allí tirado en la banca. De no sé dónde saqué entonces valor y me animé a tocarle la frente: ardía, quemaba como si fuera el mismo infierno, a pesar de la lluvia y del frío. Es el calor del diablo, me dije, francamente asustada, y volví a moverlo una vez más». (p. 357)
A diferencia de la llanura verbal que supone la primera parte, la segunda es una sucesión de puntos de vista bastante accidentada. De algún modo es como si el autor nos ofreciera el desierto de la costa, la aparente horizontalidad del paisaje monótono de norte a sur por medio de un discurso apenas ondulante, para de pronto interrumpirlo, a partir de la segunda parte, con subidas y bajadas, como es el paisaje andino. Es decir, como si cada parte del registro correspondiera a un ámbito o entorno geográfico.
Pero este abrupto paisaje, o sea, este terreno narrativo escarpado, quebrado o de difícil acceso que es la segunda parte de Como los verdaderos héroes, supone un orden sobre el que es pertinente reflexionar.
Así como se aprecia los Andes desde la ventanilla de un avión y se van advirtiendo secuencias en cierta disposición y variación armónica, de la misma manera encontramos, en primer lugar, el registro del profesor Soto. A este siguen Iris de Ramírez, Jesús Urruchi, Alberto Ramírez (en cuarto lugar), Lenin Huarancca, la señora López y Carlitos Limachi. Después se entra en una nueva secuencia: profesor Soto, Amador Gallardo, Sargento Ruiz, Alberto Ramírez (en cuarto lugar), la señora López y Carlitos Limachi. En la tercera secuencia: profesor Soto, Lenin Huarancca, Waldo Contreras y Javiercito Pérez. En la cuarta: profesor Soto, Iris de Ramírez, José Carlos y Abilio Curi. En la quinta: profesor Soto, Lenin Huarancca, Paulino Atúncar y profesora Rubí Coral. En la sexta: profesor Soto, Iris de Ramírez, Lenin Huarancca, Carlitos Limachi, Waldo Contreras, Alejandro Vega y Alberto Ramírez. En la sétima: profesor Soto, Alberto Ramírez, Lenin Huarancca y enfermera Esther Piscoya. En resumen: 17 testigos (cifra nada gratuita) y 36 testimonios.
Estos registros, además de consolidarse como una gran unidad polifónica de siete partes, se advierten en la lectura como una sucesión de voces que van dando luz y, al mismo tiempo, amplían el universo de la novela con un sentido muy bien calculado. Este conjunto se podría asumir, por su función, como una suerte de coro griego. Como se sabe, en las obras teatrales de la antigua Grecia, el coro presentaba el contexto y resumía también los hechos y situaciones para que el público pudiera seguir sin inconvenientes los sucesos. Este coro hacía comentarios sobre los temas principales de la obra y, cuestión nada baladí, enseñaba cómo debía reaccionar el público ante la puesta en escena.
Muchas de las referencias que esta suerte de coro griego-huancavelicano —por su capacidad de explicar y comentar lo que le ha acontecido con cierto tono a chisme puñalero al héroe trágico sin nombre— crean intersecciones con los hechos de la primera parte. Lo sugestivo y gratificante de esta propuesta es cómo Galindo va brindando una verdad cambiante y relativa, con lo que enriquece la historia lineal precedente.
No hay que olvidar que Como los verdaderos héroes es —en gran parte y desde sus primeras palabras: «Diecisiete puñaladas»— una novela policial, por lo que el recurso de los testimonios y testigos, en muchos casos, más que explicar, revelar, confundir o contradecir, exacerban el ritmo narrativo. Estamos ante pulsiones verbales que apuntan hacia un remate abierto e irónico («Breve nota de un encargo») que tiene las siglas del autor (P.G.R.) como firma —final en el que incluso la autoría del registro de los testimonios queda en duda—. Pulsiones que crean también surcos de historias secundarias, pues como ocurre en la vida ningún hecho es realmente aislado —aunque sí aislable—.
Galindo, con notable destreza, consigue armonizar estas historias secundarias en un cuerpo bastante sólido. Y no es gratuito que este cúmulo de voces tenga como epígrafe una frase de Charles Baudalaire («El verdadero héroe se divierte solo»), que resuena en el título de la novela y, sobre todo, nos descubre la mueca sardónica tras los gestos del protagonista.
El héroe clásico —desde Gilmagesh, Odiseo y Eneas—, incluso el héroe-artista que desciende al infierno por amor —como Orfeo y Dante—, hasta el romántico —como el demonio de Lermontov— o los urbanos y recientes —como los perfilados por el gran Sabato—, todos, todos sin excepción, como sugiere el poeta francés, son seres fundamentalmente solitarios si es que no están aburridos.
Esta certeza hace más interesante la novela de Galindo y arrastra a su protagonista sin identidad a un punto en el que no hay vuelta atrás. O quizá sí, si aún creemos en la idea de que el amor es una enfermedad que todo lo cura y acaba con los verdaderos héroes.