miércoles, 6 de julio de 2011

Carlos Calderón Fajardo. La ventana del diablo (Réquiem por Sarah Ellen). Lima, Ediciones Altazor, 2011. 96 pp.

A diferencia de los vampiros anémicos, andróginos y afectados que pululan en las superproducciones hollywoodenses desde hace algunos años, La ventana del diablo (Réquiem por Sarah Ellen) de Carlos Calderón Fajardo se construye sobre personajes transidos y trágicos que insisten en la sobrehumana tarea de no resistirse ante la fatalidad. Pero conviene precisar que el infortunio del vampiro no es su jurado enemigo, o sea, la Iglesia católica y sus gruesas filas de curas exorcistas pertrechados con cruces y estacas y aguas benditas. En realidad, el gran drama del vampiro se relaciona casi exclusivamente con su identidad, con la incapacidad de contemplar su reflejo y regocijarse con el premio de haber conseguido beber de la fuente de la eterna juventud y, en cierto modo, de haber logrado transformarse en un ser inmortal, imperecedero, eterno, si evita con sabiduría un puñado de amenazas que podría convertirlo en dos libras de polvo.

Calderón Fajardo, que echó mano de la tradición vampírica y bebió de los principales registros literarios sobre el tema, ha compuesto una trilogía novelística de particular valor y trascendencia, pues esta no se erige sobre el obvio abecé o manual dirigido a principiantes para construir Nosferatus. Este escritor, que evade tanto lugares comunes como soluciones manidas para perfilar vampiros, ha llevado la ficción gótica a un punto de fascinante desarrollo metafísico sobre una visión y concepción doblemente inteligente de la realidad. Y esta es la clave que le ha permitido a Calderón Fajardo abrir puertas herrumbrosas, recorrer galerías en penumbra y sortear un sinfín de ritos y retos para desentrañar los principales códigos del ser vampiro, para traernos el fuego helado de su mirada, la pasión fría que controla sus sobrenaturales habilidades y el ímpetu oscuramente noble que dirige el éxito de sus principales empresas.

Calderón Fajardo hace gala de un manejo templado e ingenioso de la realidad. Esto, desde todo punto de vista, es la gran matriz de su narrativa, pero en el caso de la trilogía sobre Sarah Ellen resulta fundamental para no convertir su propuesta en una píldora multicolor para adolescentes lánguidos y ridículamente emotivos ni en una ponzoñosa bala de plata para avezados, prevenidos y maduros lectores. El autor ha ubicado en un justo medio una historia de raíces románticas, sin las cursilerías de la novela comercial de horror, para exaltar los hilos más oscuros que mueven la voluntad humana frente al control de la vida ante la amenaza de la muerte, para recrear la naturaleza sin llevarla a un plano burdamente sobrenatural. Y tratar, desde ese horizonte de eventos, de hallar algunas respuestas que expliquen la «angustiación» de la carne y las mortificaciones de la juventud y la belleza.

Tanto El viaje que nunca termina (La verdadera historia de Sarah Ellen) como La novia de Corinto (El regreso de Sarah Ellen), primera y segunda partes de la trilogía, sensibilizan al lector respecto a la noción de realidad. Esta se muestra dúctil, flexible, abierta a otros planos, experiencias y percepciones, incluso tolera la posibilidad del mundo paralelo o metafísico propio de la ficción fantástica típica del «género» de horror, sin que esto se convierta en una obsesión o compartimiento estanco. Pero no se trata de una trilogía secuencial o cronológica, mucho menos de una saga —palabra empleada con total falta de criterio por comerciantes de libros y distribuidores de películas—. Calderón Fajardo nos propone un tiempo adecuado para una realidad basada en un dinamismo potenciado por personajes que asumen diversas máscaras e historias. Los gusanos de la muerte, aquellos diseñados por la naturaleza para degradar cadáveres, para reducirlos a simples huesos, se convierten en agujeros de gusano, desprendidos de la física cuántica, para las existencias que viajan por el tiempo de la trama para desbaratar la dialéctica de cada libro, pero sobre todo de la trilogía como unidad, pues hay reiterados intentos por resolver en una forma superior el conflicto trágico del ser y no ser o del estar sin parecer. Y en este punto de absoluta incertidumbre cabe preguntarse: ¿el viaje que propone el autor realmente nunca termina o es que somos incapaces de verlo terminar?

La buena literatura, a diferencia de la literatura de autoayuda o para dummies, no responde ni explica lo obvio, lo patente ni literal, mucho menos conduce al lector a una receta de felicidad o le proporciona instrucciones para hacer legítima su rebeldía. La buena literatura sondea lo posible y hace de lo imposible una posibilidad en el ámbito del desarrollo de cada quien. La buena ficción no se ancla en la anécdota, simplemente despliega un tejido verosímil para experimentar una realidad rehecha con sus propias leyes y lógicas, normas y coherencias internas. La buena narrativa nos engancha desde la primera frase y cuestiona constantemente nuestra capacidad de asombro hasta la última línea, hasta el final de la historia, hasta el desenlace que se condensa en el remate.

La ventana del diablo, pieza brillante junto a las no menos contundentes El viaje que nunca termina y La novia de Corinto, es una propuesta literaria que se ajusta a una manera extraña de hacer ficción, sobre una base narrativa que quiebra academicismos y buenas maneras. Si en El viaje que nunca termina Calderón Fajardo nos desmitifica la figura del vampiro y en La novia de Corinto nos muestra una mujer vampiro desdoblada en su angustiante destino y nefasta revelación, en esta tercera parte encontramos un díptico que primero nos ofrece una exposición de hechos en función de reflexiones que nos preparan para una gran misión allende el mar y luego nos lleva a una travesía cuyo final es un espejo que se quiebra en incontables fragmentos antes de imaginar nuestra posible transfiguración. El autor nos ha tomado el pulso, pero no el pelo, y nos ha metamorfoseado en el protagonista, en Ismael Gonzales, que sufre la impronta de un tiempo que colapsa porque los gusanos empiezan a comerse a sí mismos y la nave —metáfora de un mundo que se desarticula y convierte en una sinfonía de ruidos terroríficos— nos lleva inexorablemente hacia un destino de trama indesmallable.

En La ventana del diablo, como suele ocurrir con los grandes mitos, los hechos mutan o devienen un acontecimiento paradójico e inexplicable, y en la fantasmática realidad de la nave del mismo nombre la historia se perfecciona a sí misma mientras en un supuesto contrasentido el artefacto se destruye por el oleaje, la aprensión y el abandono divino. Sarah Ellen y sus proyecciones tiñen de rojo cada gótico rincón de La ventana del diablo, mientras sus ecos reverberan en apariciones y sueños. Y paradójicamente la sangre no corre, y si hay víctimas, no son por mordiscos de vampiros ni por disparos subversivos o paramilitares, son por los fantasmas de narcotraficantes que se yuxtaponen a nuestra realidad de códigos estrictamente morales, pero poco éticos, con un aparato religioso concentrado en contar ángeles en la cabeza de un alfiler.

Pero no solo es el tiempo el que colapsa, también cierta ideología, en este caso, el pensamiento Gonzales. En realidad, el colapso de este sistema se produce en La novia de Corinto, de modo que lo que apreciamos en La ventana del diablo es al hombre desmoronado y desnudo en alma y pensamiento, al asesino expuesto a sus culpas y tormentos, y escindido de lo peor de su personalidad y naturaleza: Abimael Guzmán, líder terrorista derrotado por el sistema que él mismo subestimó y arruinado por la idealización de su secta sanguinaria.

Este sustrato de la realidad, confrontado por el jurado enemigo del vampirismo, la Iglesia católica, es el verdadero motor de La ventana del diablo. El sacerdote Alberto Urquizu, con su fe supersticiosa de raigambre medieval, perfecto para la estrategia narrativa de Calderón Fajardo, es el contrapunto castrante y la reserva moral que nos permite apreciar las contradicciones de Ismael Gonzales.

En la segunda parte, este panorama relativamente lógico se diluye a medida que la nave La ventana del diablo empieza a convertirse en la proyección de sus tripulantes y pasajeros. El desgaste y la decadencia de la primera parte se acentúan y mutan en descomposición, truculencia y perversidad. Es una realidad sin asideros. Incluso Maruja y Freddy se redimensionan en su insignificancia para convertirse en verdaderos villanos que afectan a Ismael Gonzales en diversos ámbitos. Maruja, ambigua de pies a cabeza, ha sido de algún modo producción de Sarah Ellen en la primera parte de la novela. Y juega a ser también Rosalía Espichán, el vehículo escatológico de La novia de Corinto, que libera y condena sucesivamente al protagonista. Freddy, por su parte, el chofer de mototaxi, muestra también sus cartas, credenciales y máscaras de médium, proxeneta, soplón, fantasma y narcotraficante, y quizás hasta de travesti en un juego con su amante Maruja bajo la influencia de Sarah Ellen en los momentos más críticos y góticos de la historia. Ser, parecer y desaparecer, mientras la nave fantasma es la sombra más oscura del capitán Diego Álvarez, en un intento por recomponer la realidad mientras vampiros, narcos, ex terroristas, fantasmas, condenados y muertos en vida cruzan las fronteras donde la palabra «esperanza» es más un acertijo en el viaje al reino después de una segunda muerte.

Carlos Calderón Fajardo concluye con poética destreza la trilogía novelística sobre la mujer vampiro de nacionalidad inglesa que resucitó en el imaginario de una comunidad en 1993 y que aún continúa fascinando con su aura de misterio y redención.