martes, 5 de julio de 2011

Andrea Cabel. Latitud de fuego. Lima, Borrador Editores. 2011. 72 pp.

Desde el título, Latitud de fuego, Andrea Cabel nos conduce a un ámbito en el que los más altos valores poéticos se rigen por la dimensión de uno de los símbolos más emblemáticos de la humanidad, sin que esta clave excluya diversos sentidos «menores» que explicarían transversalmente muchos misterios y claves desperdigados entrelíneas a lo largo del poemario.

Una posibilidad de abordar la riqueza conceptual de Latitud de fuego es atendiendo a la estructura del libro. Cabel nos propone un ritmo que trenza imágenes sugerentes que no se anudan ni enredan por el mero efectismo de impresionar al lector. La expresión honesta es el polo más saltante de la latitud poética, pero también el principal reto que enfrenta la autora para trasvasar su experiencia a un plano de confrontaciones sucesivas en el que no hay concepciones correctas ni certezas absolutas, pues se trata de una poesía que busca fundar una suerte de inocencia estérica en estado cero. Es decir, estamos ante una obra que nos invita a hacer tabla rasa de la tradición poética.

El libro cuenta tres partes: «La proporción de la belleza», «Latitud de fuego» y «Cartografía de una ausencia». Esta última presenta un quiebre o interrupción, denominado / sil . enc . io /, sucedido por una suerte de coda o supercoda constituida por cinco poemas.

Cabel, en la primera parte, establece sus principales direcciones y conflictos, en función de varios elementos propios de una historia tan traslúcida como inquietante. Dos personas, apenas dos pronombres: una segunda persona (el ) del primer poema —“tres, tú” (p. 13)— frente a una primera persona (el yo) del segundo poema —“cinco, yo” (p. 15)—, con una acción mínima, en sendas escenas descritas con sobria prolijidad. En el primer poema se trata de un terrenal, horizontal, echado mientras el mundo transcurre: «el río consume las estrellas, / las gasta» (p. 13), como plantearía un Heráclito que, luego de observar la esfera celeste, se detiene a contemplar el fluir del agua. Desde este punto de partida, Cabel afianza un yo celestial, vertical, trascendental, erigido como un monumento místico para confrontar sensaciones y, sobre todo, mundanas experiencias.

En este contexto de descubrimiento del uno a partir del otro, desde un encuentro que combina imágenes oníricas con experiencias sensoriales, el y yo se fusionan y convierten en unnosotros del conocimiento. Se trata del poema en prosa “fragilidad” (p. 17): todo un preámbulo para el siguiente texto, llamado “despedida” (p. 19), que alude más al alejarse de uno mismo que respecto del otro, en una búsqueda o exploración que atraviesa incluso el mundo físico. En “cruce” (p. 21) se regresa a un nosotros, pero cortado entre sí por la trascendencia vertical y la visión terrena u horizontal. Se trata de un y un yo que se intersecan para simbolizar una cruz, signo de redención sagrada, pero también de continuidad personal profana, con cargas cromáticas y temporales que brindan particular luz a la concatenación de imágenes y figuras.

Con “el comienzo del humo” (p. 23), sexto poema de la primera parte, Cabel plantea una renovación del yo poético anunciada con precisión en el “cruce”, con la sutil mención de «ángeles enredados y el espejo». Los mencionados espíritus celestes cobran una significación mayor en la afirmación inicial de “el comienzo del humo”, cuando se alude a la figura angélica en cuanto a renovación existencial. De este modo se trasciende nuestro plano biológico para empezar a comprender las graduaciones y transfiguraciones de la latitud de fuego.

Los pasos y descubrimientos de Cabel nos llevan con cautela hacia “princesa de escarcha” (p. 25), poema que implica una suerte de iniciación o preparación para entender y comprender un mundo menos delineado por la realidad. Aparte de la obvia idealización del , la autora nos propone un horizontal y feérico. Más de una contraposición subraya la metáfora del plano que se despliega mediante una bisagra. Así, lo real de un lado y lo irreal de otro son las dos posibilidades de un ser que avanza y se repliega desde su misma respiración y reflejo.

Una vez traspuesto el umbral de la iniciación, el poema en prosa “tu banca roja por la tarde” (p. 27) es una acción congelada o tiempo detenido en una fotografía donde la diferencia sutil es completamente sustancial. Apenas una tilde distingue el adjetivo posesivo tu del pronombre que define y marca la segunda persona. Y ese tu sin tilde es el énfasis sordo de una banca roja por la tarde, es decir, la madurez sexual en un punto muy intenso y en un plano real-tangible poéticamente concretísimo. El río de Heráclito se ha convertido en un cabello ondulante que todo lo seduce y transforma, en un tiempo que devora y exige acciones impostergables. Y es aquí donde el fuego, en su justa latitud, empieza a lanzar sus señales de humo.

“garúa nacida el 27 de enero” (p. 33), primer poema de la segunda parte «latitud de fuego» arranca con un renombre que encierra una notable transfiguración: «te nombro tristeza, / noche, gotera, luz de asfalto sola». La fecha de nacimiento sugerida en el título, aparte de ser una misteriosa clave, refuerza los siguientes renombres: «te nombro finito», en la segunda estrofa, y «te nombro, / y el aire descalzo acaricia tu cuerpo de recuerdo», en la tercera, o sea, se propone adicionalmente un énfasis y reconocimiento, lo cual implica un cambio de persona desde la evanescencia de una garúa. Estamos ante un cambio del ser y del parecer.

“deshaciendo la piedra ónix de la muñeca” (p. 35) plantea una interrupción sin culpas pero que mancha la voluntad del yo poético. Esta ruptura —posiblemente de una tradición o de cuestión íntimamente consuetudinaria— deviene una situación límite en el siguiente poema, “al borde de” (p. 37), cuyo título previene al lector de ciertos farallones o límites terrenales, que representan fronteras metafísicas entre un yo en el espacio del recuerdo y un disgregado de su naturaleza corpórea. Este borde físico se refracta en un filo temporal en el poema “medianoche” (p. 39), donde el nosotros apenas refulge entre diferencias pronominales: «hemos despertado y bebemos estrellas, / la razón de su luz tendida sobre el mar».

Los siguientes poemas —“regreso en abril” (p. 41) y “reencarnación del sur” (p. 43)— continúan el contrapunto tiempo-espacio, para concluir en “there is a light that never goes out” (p. 45) —en español “hay una luz que nunca sale”—. En los dos primeros, tenemos sendas referencias poéticas que aportan con solvencia a la arquitectura del libro, particularmente en el ámbito de lo astral. En el caso del tercero, que además cierra eufónicamente la segunda del poemario, nos ubica en la latitud correcta para sopesar el fuego de nuestro derrotero.

La tercera y última parte del libro, «cartografía de una ausencia», alberga ocho poemas «afiatados» por un silencio que equilibra la búsqueda desde uno mismo, como cuerpo y centro de una cosmovisión, en el que la identidad del individuo solo tiene sentido si permite distinguir al otro en cuanto sujeto que nos complementa, llena o explica en nuestro misterio existencial. Así, en el poema “revés” (p. 49), se advierte el guiño a la teoría platónica de la media naranja —dos personas en una divididas por castigo divino— a partir de una perspectiva que no se genera necesariamente desde el deseo sexual. Y en el poema en prosa “lágrimas en la arena” (p. 51) queda suficientemente demarcado «el espacio que dejaste» en un momento difuminado, «sin tiempo», para reforzar la subjetividad de «la vida cíclica».

Estos contornos sitúan concretamente al lector en el lugar para la eternidad que plantea el poema “día para siempre, Granada, febrero, 2008” (p. 53), seguido por el mencionado silencio mostrado por una separación irregular (agramatical) que no sigue la correcta partición sílaba. Este silencio, que simboliza la belleza del caos, es un largo derrotero que tiene como antecedente Granada en febrero de 2008. De hecho, este silencio interrumpido se hace tangible en otra ciudad española como día contable, real, concreto y pleno —día cien: Bilbao, diciembre, 2008” (p. 57)—, diez meses después. El tiempo, cada vez más tangible y articulado en una suerte de acción dramática, llega a un punto impostergable, cruzando el charco: “cuenta regresiva: Colonia de Sacramento, febrero, 2011” (p. 59), es decir, avanza y salta, transcurre y nos cerca con su tejido supuestamente transparente, por medio de mariposas, flores y caracolas. Es el poema “día sesenta: Buenos Aires, marzo, 2011” (p. 61). Luego retrocede en un fascinante des-cuento propio de una ucronía poética antiapocalíptica: “no hay día, Rosario, febrero, 2011” (p. 63), en el que se produce el cambio de persona (pessoa, en portugués), la alteración desde un renacimiento en el que no cabe culpas ni reclamaciones.

Y lo que parecía que iba a ser un aterrizaje forzoso se transforma en una calma llegada o, más bien, retorno a la ciudad-origen, pero particularmente urbe-ubre, de la que uno se nutre. En “Lima, hoy” (p. 65), poema que cierra sin grandilocuencias el libro, pero con esmerada contundencia plástica, el pasado está frenado por el futuro. En este poema-ombligo, tanto el tiempo como el espacio se han detenido después de una dinámica mirada de introspección y exorcismo. El fuego —y todos los símbolos y ritos que acarrea— se ha detenido también en la latitud de una certeza que se había patentizado esquiva. La invitación, en el ahora o presente poético, es una palabra cimbreante que celebra un remate que no es necesariamente un final… quizás el comienzo de una nueva percepción.