sábado, 26 de febrero de 2011

Autores varios. Los que moran en las sombras. Antología preparada por Elton Honores y Gonzalo Portals. El Lamparero Alucinado. Lima, 2010. 276 pp.


Nada más sugestivo, misterioso y fascinante que un vampiro. Entre los seres imaginarios, es el héroe-antihéroe con mayor vigencia en el mundo de la ficción. Entre los seres reales, es el que más atractivo irradia o más emulación genera, quizá por su éxito en el ámbito de la seducción y sedición, posiblemente por haber vencido a la muerte, y muy probablemente por ser siempre joven, impetuoso y arrollador. Desde un punto de vista en estricto dionisíaco, es decir, de todo aquello relacionado con el culto de la sangre y la oscuridad, un vampiro es lo que todo ser humano desea intensamente ser, aunque la mayor parte de las religiones, como la católica, hacen todo lo posible por torcer este hondo anhelo y, al mismo tiempo y por eso mismo, reforzar y perpetuar.

Este personaje tan perturbador como deslumbrante no es ajeno a la tradición literaria fantástica peruana. Los que moran en las sombras. Asedios al vampiro en la narrativa peruana, antología preparada por los investigadores Elton Honores y Gonzalo Portals, es muestra de ello, pero sobre todo del giro particular o transgresor de muchas de las narraciones seleccionadas. Estas, sin ninguna duda, suponen, más que un aporte, un enriquecimiento a la tradicional figura del vampiro, desde la mítica leyenda amazónica que abre el libro, titulada «Jincham, el aguaruna que se convirtió en vampiro», hasta los relatos recogidos recientemente (en 2008) en los libros Ventanas opuestas y otras ficciones verdaderas de Carlos Germán Amézaga y Batallas perdidas de Alfredo Dammert.

Si empezamos por el comienzo, «Jincham, el aguaruna que se convirtió en vampiro» es un relato oral que se registró textualmente en 1974. Se trata de un buen arranque, pues un relato oral nos remite a un tiempo muy anterior, pero con la trampa de hacerlo absolutamente impreciso. En este relato no hay ningún indicio que nos permita deducir el momento histórico, se está casi ante la mágica entrada «hubo un tiempo» o «había una vez», salvo casi al final, que se menciona un lamparín de querosene, por lo que esta versión no podría ser anterior a la segunda mitad del siglo XIX. Pero es también probable que una versión anterior sin esta referencia occidental pueda perderse en la noche oscura del tiempo.

Este relato, como punto de partida de la antología, resulta doblemente estimulante. Se trata de una historia al margen de la tradición literaria occidental, en la que se plantea el origen sanguinariamente humano del vampiro y queda en entredicho el carácter ambivalente del típico vampiro occidental: aparentemente un ser humano (según la primera acepción del Diccionario de la lengua española), veladamente un animal (tal como lo describe la segunda acepción). La selección de dicho relato en esta antología denota además la voluntad de integrar a nuestra tradición literaria la vitalidad de un registro no escrito que por lo general no se le toma en cuenta o, aun peor, se le desdeña porque lo territorial no es suficiente motivo de inclusión para nuestro concepto de cultura oficial. Al considerar este relato afirmamos el carácter ancestral de nuestra creación literaria, ampliamos nuestro discurso y horizonte cultural, y construimos mejores canales y vasos comunicantes para incorporar al otro (extraño y distinto) en el diálogo.

La segunda sección del libro (denominada literatura escrita) está compuesta por veinticuatro narraciones. El criterio de ordenación ha sido el alfabético por autor. Por tanto, los investigadores sortean la fatigosa tarea de proponer una lectura ideologizada que resulta ser más inútil y distractora que provechosa. El cómodo azar del orden alfabético permite al lector disfrutar mejor el volumen, sin la presión adicional de la idea estética que suele subyacer en esta clase de empresas. En realidad, Honores y Portals plantean todo lo que tienen que expresar en sus sendas introducciones. En estas, ambos echan luz sobre casi todo lo pertinente a la figura del vampiro, lo cual permite sopesar con mayor goce y disfrute el alcance de las narraciones seleccionadas. Los textos no ensayan totalizar el tema ni concluirlo. Por el contrario, proponen la continuación de lo que ambos han hurgado. Honores pretende particularmente una clasificación de los textos que tienen al vampiro como sujeto de la acción, y desde esta perspectiva propone tres periodos de la figura o motivo de este personaje. Portals, complementariamente, desarrolla la figura del vampiro desde el aspecto universal e ilustrado, para aterrizar en el plano de lo peruano. Pero lo más importante de la propuesta de ambos es que hoy contamos con un libro conceptualmente inédito y sorprendente que reúne a veintiún autores peruanos.

Sin ánimo de repetir, reiterar o redundar en lo correctamente expresado por ambos investigadores, el interés se dirige a ahondar en una hendedura que podría pasar inadvertida. Este resquicio, se relacionaría hasta cierto punto con el tedio de la virtud. En otras palabras, a la transgresión del orden moral que implica la figura del vampiro para lograr una fase plena de supremacía, lo que vendría a ser una ética y estética de este personaje como héroe o, en todo caso, como protagonista que contagia su necesidad de supervivencia al lector. No se refiere con esto a la técnica narrativa de asumir el punto de vista del antihéroe, para involucrar al lector con los fueros internos y desarrollar empatía con el malo de la historia. Se refiere más bien al hecho de mostrar al vampiro no como un asesino humano sino en su propio código biológico, o sea, de especie no humana, que tiene sus propias reglas, normas y leyes de existencia y supervivencia.

Desde este punto de vista, se encuentra que muchos cuentos superan el esquema maniqueo: el bien en una esquina y el mal de otra, cuando lo cierto es que hay incontables grises que llevan del blanco al negro. Esto es así al margen de que el relato esté contado en primera persona, típico artilugio para involucrar al lector con las perversiones del antihéroe, como ocurre con el relato «Primera vez» de Amézaga o «Un poema de amor después de la muerte» de Cynthia Zegarra. El salto que se advierte en la mayoría de relatos de Los que moran en las sombras es un trabajo más conceptual y filosófico, donde se indaga el mundo interior del vampiro, con sus vaivenes, contradicciones y certezas; en el que se busca, más que atemorizar o infundir inquietud o ansiedad, explorar el conocimiento ancestral de una especie con individuos «inmortales».

Tal es el caso del cuento «Gyula» de Carlos Calderón Fajardo en el que los límites de lo vampírico van más allá de lo clásico y típico acuñado por la pobre fábrica de sueños que es Hollywood. Decadente, absurdo, onírico e insólito, pero no estrictamente fantástico, este relato nos sumerge en una deliciosa historia de deseo erótico, infidelidad y traición, evitando las cursilerías de una manida historia de amor.

Otro relato que explora ámbitos no muy típicos de lo vampírico, y que invita a reflexionar desde el decadentismo absoluto que le sirve de sustrato narrativo es «El consuelo de Ángela» de Alfredo Dammert. A medida que transcurre la historia se van revelando las mutaciones biológicas y éticas de una nueva humanidad, después de una supuesta hecatombe mundial, en la que la figura del vampiro cobra un estatus bastante particular.

Desde el humor y la ironía, Rodolfo Hinostroza, con su cuento Las memorias de Drácula, echa mano del vampiro diseñado por Bram Stocker en su más famosa obra literaria. Lleno de guiños y referentes eruditos, finamente engastados en el mundo de las vanguardias, sobre todo del surrealismo, la solución del conflicto planteado por Hinostroza —cómo alimentar a la sobrepoblación mundial de vampiros— queda en suspenso en un muy acertado final abierto.

En la misma línea del sarcasmo, Luis Felipe Angell, «Sofocleto», nos presenta un microrrelato ingenioso, agudo y sorprendente, que desmitifica la figura del vampiro y lo sume a un conjunto de problemas logísticos que debe resolver para mantener el orden alimenticio. Asimismo, otros microrrelatos, escritos en clave dramática, pero igual de esforzados en ampliar el universo vampírico hacia linderos poco convencionales, son los textos «Interior con vampiro» de Carlos Herrera, «El balberito» de Fernando Iwasaki y «Vampiros» de Pablo Nicoli.

Sin duda, la narración más sorprendente de la colección elaborada por Honores y Portals es la nouvelle «El castillo de los Bankheil» de Alejandro de la Jara Saco Lanfranco, que fuera publicada en Buenos Aires en 1945 como parte de una colección de literatura de horror. En realidad, es un hallazgo y un gran aporte a la tradición fantástica literaria peruana, pues nos encontramos ante una narración muy coherente que desarrolla deliciosamente el mundo vampírico. En esta nouvelle, que maneja con pulcritud y prolijidad el sentido de la intriga, está la marca de un estilo narrativo decimonónico; sin embargo, el esquema maniqueo es flexible. El autor va más allá de polarizar las fuerzas que mueven al mundo. Explica el fenómeno vampírico como una especie ancestral, y ello está muy cerca del logro de una fase plena de supremacía a partir de la transgresión del orden moral que expliqué líneas arriba. Se espera contar prontamente con mayor información de este autor fallecido en la década de 1960.

Por último, se concluye este comentario sobre Los que moran en las sombras. Asedios al vampiro en la narrativa peruana, dejando de lado un conjunto significativo de textos que merecen, más que una simple mención, al menos varios párrafos para referir sus cualidades literarias. Entre estos, se considera oportuno referir uno que escapa a la ficción fantástica y que, sin embargo, tiene un lugar muy bien ganado en esta antología, no obstante sus deficiencias narrativas. Se trata de «Pío Santo y la amante de Drácula» de Isaac Felipe Montoro, un texto realista que juega con la figura del vampiro sobrenatural para enfatizar la existencia del peor vampiro de todos, el del político que desangra al pueblo con su deplorable proceder, como bien lo refiere el Diccionario de la lengua española en la tercera acepción del vocablo “vampiro”: persona codiciosa que abusa o se aprovecha de los demás.