La estrategia narrativa de Medina es sencilla en su superficie y, a la vez, complicada en su factura. Los capítulos se alternan contando lineal e independiente una historia que, se tiene la certeza, se cruzarán, convicción que es directamente proporcional a la ansiedad que sufre el lector por que eso ocurra cuanto antes. Y de ese encuentro de corrientes que acarrean hechos, lugares y personajes surgirá más de una revelación. Para ello el autor ha trabajado con sumo esmero el conflicto de cada historia, y dosificado también diversas intrigas. Resulta plausible cómo Medina consigue prolongar los secretos familiares hasta un punto en el que no pone en riesgo el equilibrio de la historia, valiéndose de paliativos de peso argumental, que no caen en la tentación de la anécdota, aunque sí se recubren, para bien, del maquillaje de su humor.
La historia transcurre ágil y sin tropiezos, para mostrar una sociedad donde los secretos familiares son algo así como el alma de la fiesta. Pero también entran al juego de la novela las leyendas urbanas y los secretos a voces, para salpimentar lo limeño, que destila un tinte muy especial en el hecho de pintar y desarrollar a los personajes, sin caer ni resbalar en el vicio de lo sociológico ni periodístico ni en lo autorreferencial. La novela está llevada con un estilo que marca una preocupación por el ritmo. Es rápida, pero da el tiempo para que el lector la deguste con tranquilidad. En ese sentido, el libro enfatiza la preocupación por el goce y el disfrute que debe procurar toda novela.
Desarrollada en veinte capítulos, El grito de la placenta es una historia de amor con todo lo que esta dulce y terrible palabra implica. Y es también una historia de muerte, tragedia, trasgresión y decadencia, que se concentra en mostrar y descubrirnos la cuota de pasión que exigen los más grandes sueños. Y estos, realzados con ingredientes real maravillosos, que contrastan con la seca proyección realista-urbana, hacen de El grito de la placenta una novela un tanto atípica en el mapa de la literatura peruana.
Desde cierto punto de vista, la novela es la historia de los hermanos Gabriel y Ernesto. En este plano de los hechos, que corresponde a los capítulos pares, se trata de una novela de educación sentimental. Medina urde hábilmente la relación entre Gabriel y Ernesto, en un momento clave de su crecimiento, cuando descubren una caja que al ser abierta deja escapar un estremecedor grito. Esta profanación, como suele ocurrir en los mitos y en la tradición literaria, alterará el orden familiar, generando una serie de sucesos nefastos.
Gabriel y Ernesto deberán pagar con su felicidad esta violación, aunque ellos ignoran lo que han hecho. Pero este es el nexo entre un pasado familiar idealizado, además de un resorte que cambiará radicalmente sus vidas. Con la apertura de la caja no solo dejan escapar un grito nada placentero que simboliza un viejo dolor familiar sino que quiebran una vieja promesa de su abuela (Camila). Ambos desconocen que han roto el equilibro de su dicha y que a partir de ese momento han perdido la inocencia.
Sin saberlo, han sido reclamados violentamente por el mundo de los adultos, un ámbito que los demuele y carcome con sus normas y reglas inflexibles. Junto con el grito que se escapó de la caja están el artificio de fisgonear lo prohibido a través de un oportuno hueco en una pared y la iniciación sexual de ambos, motores menores no menos importantes en esta novela que abre espacios de satisfacción para los personajes como contraparte a los sufrimientos que les tocará vivir.
Pero Medina va más allá de la historia de adolescentes incestuosos y con disfunción sexual. La novela explora también los entornos propios de la vida familiar. Plantea una saga, es decir, una historia familiar vista a través de sus generaciones, para contar también la historia de una casa, un barrio, una ciudad y un país. El autor no titubea al ubicar un hecho, recreando un tiempo pasado sin cometer anacronismos. Los pasajes de época nos sitúan en una Lima de estrictas convenciones sociales y familiares donde las relaciones de poder entre los adultos y los niños se perciben actualmente como desproporcionadas.
Francisco Medina, el autor, como nos refiere la cautivante portada del libro, nos invita a aguaitar licenciosamente su primera «perpetración» literaria. Con esta novela, este narrador nos recuerda, de paso, que el ejercicio literario no es el simple hecho de juntar palabras sino la decisión un tanto pervertida, peligrosa y subversiva de horadas las paredes que nos impiden ser felices y honestos.