El panorama literario peruano tiene en Percy Galindo a una de las figuras más sólidas. Su escritura denota, además del prolijo cumplimiento de los rigores y exigencias del idioma, una muy particular manera de empastar y enlucir sus historias con una dosis nada despreciable de verosimilitud, no obstante su vuelo imaginativo, es decir, su estilo de forzar la realidad, en el ámbito del realismo, cuando decide trasladar a esta al plano de la ficción literaria.
A pedir de boca es una obra breve, pero dinámica e intensa en hechos, que transcurre literalmente en un abrir y cerrar de ojos. Tiene el ritmo necesario para entusiasmar a un muchacho aficionado a los video-juegos o a las películas en 3-D. Y esto no es nada fácil, pues un lector de más de doce años es, sin lugar a dudas, bastante exigente: de algún modo desprecia la ficción morosa e ingenua, y la moralina a flor de piel, pero lo cierto es que aún no está preparado para la carga y densidad reflexiva, enfrascada en la metaficción extrema, propia de la narrativa de los recientes años. Cabe precisar que el gusto literario de un lector entre los doce y dieciocho años está en formación. Por este motivo no debe sonar extraño que el gancho de A pedir de boca esté justamente en ofrecer un tipo o carga de ficción que plantea la transformación del curso lógico de los hechos previstos en la realidad sin ser necesariamente ficción fantástica, como ocurre en los video-juegos, donde los protagonistas cuentan con varias vidas, mundos posibles para escoger y artilugios mágico-tecnológicos para salir de problemas o evitar meterse en ellos.
Pero Galindo no se conforma solo con la historia, con el detalle de la acción bien articulada en función del propósito de mantener siempre atento al lector con un conflicto menor que se resuelve sobre la marcha, el autor se preocupa también por incrustar lecciones oportunas que cumplen un doble propósito: apoyar la narración e instruir al lector, aleccionarlo sin descuidar la trama ni sucumbir ante la anécdota que pretexta la enseñanza. Pero esto, que en apariencia podría tratarse de motivadoras digresiones, obedece a una estrategia narrativa muy bien diseñada por Galindo. Por ejemplo, en las páginas 43 y 44, encontramos una muy oportuna incrustación. Se trata del punto de vistas del protagonista, Andrés Vega (Andy) un muchacho a punto de cumplir doce años: «Creo que estoy aprendiendo el “arte de argumentar con eficacia”. / Es algo que estudiamos en Comunicación, hace unas semanas. El profesor nos explicó que uno de los problemas usuales que los seres humanos tenemos al comunicarnos, es que solo expresamos nuestras ideas, pero que no sabemos dar a conocer las razones que hay debajo de ellas. Como no tenemos “empatía” (que es algo así como ponerse en los zapatos del otro; es decir, ponerse en el lugar del otro), imaginamos que los demás ya saben lo que pensamos y decimos solo lo que nosotros “queremos oír”, en lugar de lo que a los otros “les gustaría oír”.»
Recordemos que el pensamiento mágico en los niños es lo que les permite creer que pueden transformar la realidad mediante la verbalización de sus deseos. Y que lo que suele encender las iras del púber y el adolescente es el choque entre lo posible (la lógica de lo real, o sea, lo permitido) y lo imposible (lo deseado, lo anhelado o lo soñado que resulta inviable en un contexto de normas y leyes). Esta frustración le enrostra al muchacho que la simple manifestación de una necesidad no es suficiente para su debido cumplimiento. Y asimilar esta lección es fundamental para que el individuo madure. Madurar es, hasta cierto punto, dominar al niño que encerramos.
Recordemos también que la visión mítica-mágica es cíclica, reiterativa, y que la visión lógica-racional de la historia es lineal, irrepetible.
Con estos principios, Galindo echa a andar la maquinaria narrativa de A pedir de boca, título que enfatiza dos cosas: el pensamiento mágico y el enfoque reflexivo del libro en las expresiones. El mismo autor explica esto, en un claro juego autorreferencial, en la página 43 del libro: «La expresión “a pedir de boca” es una metáfora que se usa cuando algo sale tal como uno desea que salgan las cosas.»
De este modo, Galindo explica semánticamente un fenómeno cuasi mágico. Y esto es en realidad la principal preocupación de Andy cuando comprueba una y otra vez que no se le toma en cuenta y que nunca se hace lo que él pide, a propósito de un viaje de vacaciones familiar al supuestamente aburrido Huaytará (provincia del departamento de Huancavelica), donde no ocurre nada, en vez de Máncora, destino paradisiaco al que irá a vacacionar su primo David. Galindo ilustra esta condición de ninguneo hasta un punto verdaderamente límite cuando el personaje se autodenomina Nadie. Incluso llega a ser Nadie en Nada, o sea, en Haytará. Andy no tiene nada en contraste con su primo David que lo tiene todo apenas lo pide. Nadie es Ulises, el protagonista de la Odisea. Y con ello Galindo nos anuncia una extraordinaria aventura en el plano de la imaginación, el retorno a la familia, a la raíz y el origen, donde la astucia y la inteligencia son piezas clave para entender el poder que de pronto adquiere el protagonista.
Para los efectos de la historia, Galindo se vale del esquema clásico introducción-nudo-desenlace. Sin embargo, la consecución de los hechos no resulta tan esquemática y obvia. Esto es así porque Galindo se vale de un encofrado narrativo disfrazado de tiempo interior. En apenas un pestañeo, Galindo desarrolla el grueso de una historia realista que va quebrando paulatinamente la lógica y convenciones de lo posible. Este manejo deliberadamente incierto de los acontecimientos es la mayor virtud del libro. Y cuando para el lector queda más que claro que el poder sobrenatural de una piedra verde y brillante hallada por Andy —típico objeto mágico en las ficciones fantásticas y feéricas— es capaz de convertir sus deseos en realidad, se ingresa a un plano anterior de la historia, la semana cero, creando el mismo conflicto entre lo posible y lo irrealizable. Entonces cabe la pregunta impostergable: ¿lo «ocurrido» fue una proyección madura del personaje o se trató de una manipulación mágica del viejo guía de Huaytará?
Pero A pedir de boca va más allá de lo previsto, de lo que un lector atento y bien premunido puede esperar, y eso la hace aun más cautivante y sorprendente. En otro plano de la historia, este libro es un homenaje a la palabra y al poder transformador de esta. En la edad oscura del tiempo, no había diferencia alguna entre el sortilegio y la expresión estética. El arte era magia y viceversa. La literatura era oral y se fundaba en su enunciación. Se trataba del placer de oír alrededor del calor del fuego, que ahuyenta el frío y a las monstruosas fieras, para iluminar la existencia de la tribu. Galindo rescata este poder evocador de la palabra en el personaje del viejo guía. De este modo potencia la historia de un misterio que pasa inadvertido pero que, después de muchas páginas, cobra un peso fundamental para el cabal conocimiento de la narración. «Luego, el viejo añade otras cosas que no entiendo. Porque las dice en quechua. / Me asusto. Cierro los ojos. / Por inercia, meto la piedra verde en el bolsillo de mi casaca.» (p. 26)
El quechua es el idioma que hace misterioso el mensaje del viejo. Y la magia viene de ese código y de lo que representa, es decir, el mundo andino, la raíz, el origen. Lo que sigue después es una apariencia de realidad, que puede tener una explicación lógica o sobrenatural, según el gusto del lector. Galindo deja abierta ambas posibilidades para que su historia no se entorpezca con una lectura única y ramplona. El muchacho había entendido la lección después de comprender el peso de sus deseos encubiertos en mandatos, y estos expresados por medio de palabras. Entiende que uno debe ser responsable de lo que hace y, sobre todo, dice, y medir las consecuencias de los actos y, particularmente, de las palabras. Después de todo y muchas desventuras producto de su egoísmo, Andy logró madurar, conciliar sus intereses, deseos y necesidades con los de su entorno familiar y colegial.
Con una sencillez deslumbrante, Percy Galindo ha conseguido transportarnos con sabiduría y con gran conocimiento del alma humana al complejo momento en que el individuo cambia de piel, para convertirse en una mejor persona. También nos ha permitido rescatar al niño dominado que vive a la sombra del adulto que debemos proyectar. Y a estas dos contundentes virtudes literarias, podemos sumar la extraordinaria capacidad de este escritor para indagar en los pliegues más sutiles de las relaciones humanas, así como a los vínculos de poder que estas acarrean. Y lo mejor de esta entrañable historia ofrecida en un libro breve es que nos permite apreciar la grandeza de un original escritor peruano.