Julia Wong ha convertido los actos más anodinos en estampas estremecedoras. Ha delineado probablemente bajo extrañas influencias astrales imágenes de inusual factura, utilizando palabras elementales, sencillas y de sospechosa cercanía. Para esta poeta, la vida es una narración cuyo pivote creativo permite giros verbales que en una plana percepción serían escrituras automáticas o cadáveres exquisitos. Pero las corrientes subterráneas de su poética revelan que no hay lugar para palabras escritas fortuitamente ni temas echados al azar, pues tras cada figura hay una razón; tras cada razón, un símbolo; y tras cada símbolo, una figura denudada por descubrir o descifrar.
La construcción de sus versos —por momentos accidentada, a veces insidiosa, casi nunca malversada— supone cierto enrarecimiento que nos obliga a torcer la boca, a paladear con temor algo que aún permanece vivo aun al entrar en contacto con nuestra lengua, mientras los dientes están a punto de partir aquella existencia huidiza y crocante, cuando no sedentaria y coloidal. Y hay una extraña sombra en todo este constructo estético y los títulos poco ayudan. Por el contrario, son como los letreros de los cuentos de hadas que envían a los niños buenos a la casa del ogro y a las chicas malas a ser plenamente felices en una comunidad de liliputienses, o viceversa, para no pecar de sexista.
Wong es una escritora que de manera difícil se conforma con una explicación poéticamente inteligente, extravagantemente ligera, arbitrariamente efectista. Lo obvio es la verdad incómoda que la obliga a buscar la otra respuesta, el esclarecimiento inverosímil que le da sentido a su mundo al revés, a su lecho de aclaraciones urticantes o a la magnífica constelación de recuerdos robados, aunque para ello tenga que arrancar clavos con su propia boca y torcerle el cuello a alguna metáfora sobre la muerte o el amor. Wong lucha contra su misma piel, ataca sin piedad nuestros ripios de inocencia, se enfrenta a las tiranías de la naturaleza, y lo más grande: hace de sus rasgos una estela magnífica de su información genética. Ella sabe muy bien quiénes son sus enemigos ancestrales, quiénes son los asesinos futuros que irían por sus órganos y su sangre mientras duerme y vive el irrefrenable desapego que ello implica. Pero no es vulnerable mientras escribe. Limpia sus armas mientras lima sus uñas y se prepara para dar el arañazo definitivo. Y no es una mujer fatal con un cursi manto de rosas o una coraza de fragancias. Nada más grosero. La fatalidad está hecha por otros hilos e historias. Con ella van los claveles, y las claves de una mirada que llueve sobre orquídeas y ciudades en el vaivén de una historia que no se anima a desplegar por entero o a despuntar por partes.
Sus fantasmales demonios penden de la indiferencia que nace en el exilio mismo. Y Wong se levanta desde los andurriales y arrabales de su memoria, incluso desde las guerras de su misma sangre, para mirarse en los espejos del mundo y oírse en los idiomas que la construyen como mujer real, encarnada desde sus dudas y contradicciones hasta su más enrevesada capacidad de contemplar y transformar por medio de la palabra. Pero se parte, fracciona y divide para hurgar en malas ideas, para desvanecerse en penitencias y respuestas que la revivan justo en los bordes que la hieren.
Y Wong no se detiene en su marcha hacia su secreto centro. Cambia de rostros y de máscaras, e insiste, reescribe y reitera sus dramas en espiral. Una trascendencia en ascendente humo que expone pero no necesariamente explica porque solo el deleite es suficiente. Wong es una poeta sin miramientos, por eso avasalla con su carga de enumeraciones y sostiene el tiempo hasta el gesto irremisible, el que delata suplicios, dolencias y atavismos. Y su repertorio es un hábitat con palabras en peligro de extinción, vocablos amenazados por dedos venenosos y gramáticas que obligan a deshojar margaritas.
La poeta se impone para salir del laberinto. Los taxis podrían ser la mejor solución para escapar de los minotauros, pero sus conductores pueden ser más bestiales y fieros en el ejercicio de sobrevivir, en el arte de la supervivencia, donde todo es posible, incluso embaucar a Dios en el careo ante la nada. La poeta se impone y se realza, pues tiende y sigue el hilo, teje y desteje su espera fiel, así como su eterna y desleal llegada. Pero el laberinto son sus ciudades amadas, con sus personas convertidas en mariposas, los fonemas germánicos, los olores que persigue y la magia con que cura sus heridas y rencores. El laberinto es ella en la dimensión de su deseo, es ella y otra en el ámbito de su asombro, es ella y nadie ante el espejo que la afirma como escritora original.
Wong se toca a sí misma y se transforma en una memoria de las cosas inservibles.
Wong mira hacia atrás y se salva de ser estatua de sal.
Wong permanece en silencio porque sus versos parecen bullir.
Entonces su libro se pliega desde su transparente ombligo y todas sus palabras cobran un nuevo sentido que obliga a una relectura. La poeta arriesga su cordura, apuesta por sus raíces y juega a los dados con su doble. Pero la poeta también quema sus naves, ajusta sus clavijas y se rasga las vestiduras. Y, no obstante poner los puntos sobre las íes, hace también todo lo contrario, hasta exudar patrañas, exorcizar ángeles y demonios, y fabular grandes nimiedades.
Sopesar una obra de naturaleza tan imbricada es casi tan complicado como cazar lagartijas con aviones de papel. Pero, al menos, el título se decanta de tanto insistir e incitar la imaginación. Se trata finalmente de intervenir sobre una trama sin el trasfondo del presente. Lo insignificante es decisivo en este horizonte indesmallable (sic) y todo indica que Wong nos propone una carta sobre una mesa vestida. Este es el detalle que distraería nuestro rito del hacer o del actuar, pero que le da un completo sentido a la quietud que se desliza hasta invadir cada miembro y pensamiento. La vergüenza es el plano que arremolina, la miel que atrae las moscas. Pero la vergüenza puede ser también el pretexto, la referencia que se filtra a través de los cinco o más sentidos. Y bordar es un viejo arte. Es poesía sobre tela y sin usar palabras ni otro código lingüístico. Arte puro en solitario y en intenso diálogo con uno mismo. No monólogo sino soliloquio. Y Wong sabe del misterio tras cada puntada de color, forma y textura. Sabe que esta turbación del ánimo anida cerca de nuestros ojos para horadar sin piedad como la peor andanada que nos censura hasta deshacer nuestros huesos. Sabe qué preguntas formular, qué verdades responder, qué mentiras exhibir. Y sabe que escribir es reinventar el mito que la sustenta desde su más absoluta debilidad. Y cuando calla, todo este saber, toda esta sabiduría la fortalece hasta el punto de cambiar de piel, de transformarla en una Julia Wong con una mirada más penetrante y osada, pues denota el alivio de padecer menos inquietudes.