La literatura no ha sido nada ajena a
hacer realmente ilimitada la lista de monstruos y personajes monstruosos. Desde
leyendas y relatos orales, mitos, cuentos populares sin autor conocido, hasta
obras de variados géneros escritas en recientes siglos, décadas y años, es
posible hallar personajes que en mayor o menor grado, tanto en el ámbito de la
ficción realista como maravillosa y fantástica, presentan las características
de anormalidad, espanto, exceso, fealdad o excepcionalidad del ser monstruoso.
La cacofobia —el miedo a la fealdad o cosas feas en general— y la teratofobia
—la aversión a los monstruos o al dar a luz a un monstruo o un bebé con
deformidades— son temores que todo individuo experimenta ya sea con intensidad
en la etapa infantil o con cierta moderación en la vida adulta, según el caso.
Abrir un libro que anuncia en su marketera portada una historia perturbadora o
inquietante es de algún modo reconectarse con prístinas oscuridades, y con las más
tétricas y hórridas fantasías y pesadillas de la niñez.
Las versiones del gólem, la medusa
ficticia y real (una, la llamada Turritopsis
nutricula, goza nada menos que de la inmortalidad), el medieval homúnculo,
la travestida lamia (rostro de mujer hermosa y cuerpo de dragón), el espantoso tritón,
la enigmática esfinge, la hidra y su morfología delirante, el dragón y su ígneo
temperamento, el fotografiado mothman
(hombrepolilla) que anuncia las catástrofes actuales, el torpe y pertinaz zombi,
el íncubo y el súcubo que engañan y riman demoníacamente al cuadrado pero no al
cubo, la pétrea gárgola, la siempre fascinante quimera, el kraken (que no es
otra cosa que el calamar gigante con cuyo nombre científico, Architeuthis,
pierde magia y encanto), y mi preferido por mil y una razones: el minotauro,
que no sería nada fuera de su fabuloso contexto (el laberinto o la pesadilla). A
estos, cabe sumar nuestra valiosa selección nacional: la jarjacha, el pishtaco,
la sachamama, el tunche, el chullachaqui y la runamula. Todos ellos, y muchos
más, planteados y replanteados en historias auténticas y apócrifas, mitologías,
fábulas creadas por tradición oral por una comunidad o suscritas por un autor,
muchas prohibidas e innombrables por tabúes varios, otras censuradas,
expurgadas y resumidas, algunas transfiguradas o reescritas hasta la
perversidad. No se sabe hasta qué punto la tradición literaria concerniente al
monstruo en sí, más allá del terror y la fantasía, podría considerar por fobias,
perversiones y parafilias a libros como La
filosofía del tocador del Marqués de Sade o Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire. Todo dependería de qué
acepción del diccionario empleemos, nos satisfaga y convenga. En el campo
semántico de este vocablo hay lugar incluso hasta para el monstruo en
computación de un no menos monstruoso instituto «superior» de informática. Pero
¿quién podría referir algo más sobre semejante monstruosidad publicitaria?
Sin duda, tras la figura del monstruo
entran en juego la exacerbación en sentido positivo o negativo de la
intolerancia, la exclusión, la discriminación, la segregación, el aislamiento,
la postergación, el racismo, la xenofobia, la intransigencia, el nacionalismo,
la marginación, el fanatismo y el sectarismo. Nadie más incomprendido que un
monstruo. Nadie más aislado que Polifemo o las sirenas frente a Nadie. Quizá
tenga que ver con algo no superado durante la infancia que hace ver lo raro, lo
extraño, lo extranjero, lo inclasificable, lo extraordinario y lo escalofriante
como verdaderas amenazas a la seguridad personal o comunitaria, como inminente
pérdida del orden y control que se ambiciona para sustentar el mantenimiento de
lo heredado y establecido y su transmisión a una próxima generación. Sin duda, no
hay espacio real ni frontera concreta para los monstruos propuestos por Travis
Louie, las situaciones monstruosas de Yuka Yamaguchi o los monstruos en
situaciones monstruosas de Michael Hussar, para salir un poco del ámbito de lo estrictamente
literario.
Pero ¿dónde habitan los monstruos?
¿En qué laberinto o pesadilla los hallamos? «El monstruo está en nosotros», nos
recuerda Ana Casas en el prólogo del libro Las
mil caras del monstruo, publicado muy recientemente por la editorial
sevillana Bracket Cultura. La compilación de Casas reúne doce cuentos. Sus
autores, nacidos entre 1961 y 1977, pertenecen a una generación de escritores
españoles —o radicados en España desde hace décadas, como el peruano Fernando
Iwasaki y el argentino Andrés Neuman— especialmente proclive al cultivo de lo
fantástico y lo terrorífico. El título del libro recuerda al nombre de la
famosa obra del filósofo y mitógrafo estadounidense Joseph Campbell, El héroe de las mil caras (1949), libro
indispensable para comprender el ciclo heroico —retiro, iniciación, retorno,
regreso y transformación del entorno—. Las
mil caras del monstruo se enfocaría más bien en el clásico antihéroe, pero
con el giro particular de mostrarlo como protagonista o, en todo caso,
personaje con complejidad psicológica. La misma estructura del libro nos da luz
sobre una interesante tipología del monstruo en un contexto muy particular:
cerca o del lado de aquel, es decir, en la línea de frontera donde el monstruo
inspira miedo y también deseo de emulación por sus dones sobrenaturales, su
carácter trascendente y su aura única o fuera de serie.
El primer cuento de Las mil caras del monstruo, con la
categoría révenants (fantasmas), es
«El ritual» de Fernando Iwasaki. Este escritor nos presenta una tragedia de
enredo. El narrador es un niño que relata la muerte de su hermano y entre
torpezas e inocencias propias de la edad, obliga al lector a espantarse
dosificadamente hasta el desenlace dramático, con el típico remate que busca
poner los pelos de punta… pero no tanto por miedo sino por desazón. Este
relato, donde la dimensión y profundidad del monstruo está dada por la
imaginación del lector, es una magnífica manera de adentrarse en las brumosas páginas
que siguen.
El segundo relato, con la categoría
vampiros, es «Querida Sharon» de Manuel Moyano. En la novela Drácula, Bram Stoker utiliza diarios,
cartas y noticias para urdir su trama. Pero el libro del irlandés no muestra
siquiera una línea suscrita por el propio conde. El monstruo no tiene voz en la
novela, pero Manuel Moyano se la otorga en el cuento «Querida Sharon». El
relato, cínico e irónico, es una carta de Vlad a Sharon. En ella se expresa la
imposibilidad del vampiro para verse reflejado en un espejo, y los problemas
que esto acarrea. Pero todo es un pretexto para apreciar la psicología del
vampiro mientras se despliega verbalmente, con calculada vanidad y arrogancia
de cazador, alrededor de su objeto de deseo.
El tercer texto, con la categoría
brujas, es «Azul ruso» de Patricia Esteban Erlés. Después de la publicación de El Aleph (1949), si un personaje
«coincide» en llamarse Emma Zunz es, sin duda, inolvidable. En «Azul ruso», la
autora delinea, al igual que el aludido cuento de Borges, la historia de un
crimen y castigo. Emma Zunz gusta de atraer hombres hasta sus predios para transformarlos
en gatos. Esta bruja enigmática, en su sensual soledad, se solaza con la
presencia de incontables felinos. Todo marcha bien hasta que un gato de raza
azul ruso, memorioso y astuto como Ulises, se la hizo ver negras. El relato,
impregnado se sutilezas y movimientos rituales, revienta en un final elaborado
con monstruosa asepsia.
La cuarta historia, con la categoría
dobles, es «El precio del placer» de David Roas. Este escritor sale del clásico
esquema del doble para desarrollar con originalidad la intriga de su cuento en
un curioso juego sexual de alcoba. Las antípodas están en la mente y se
materializan en una inoportuna disfunción, tras una incómoda dependencia entre
las alteridades. Pero en esta historia hilarante, que un lector, con toda
justicia, empieza a preguntarse en que irá parar, se presenta la agradable
sorpresa de un juego paralelo de espejos. El doble por partida doble termina
por poner orden en el plano aberrante de lo que se va narrando. Los
¿originales? él y ella consiguen recobrar su placentera rutina, en tanto que sus
voyeristas dobles se empatan en semejante goce.
El quinto texto, con la categoría
monstruos mitológicos, es «Flores atroces» de Ángel Olgoso. Ngapali es la playa
más hermosa de las playas en Myanmar (Birmania). Y Ngapali es también una
hermosa mujer que despierta las sospechas de su cuñado. Ella es el foco de
«Flores atroces». Tras una minuciosa lectura de gestos, miradas suspicaces y
detalles que podrían pasar inadvertidos, el narrador, quizá llevado por la
atmósfera exótica que rodea su viaje o las evidencias que advierte en los
movimientos que observa en su cuñada, concluye, sin decirlo, que es lo mejor
del relato, que esa mujer, Ngapali, tendría más de dos brazos, como ocurre con
Visnú, la hermosa diosa hindú que se le representa sosteniendo una flor de
loto.
El sexto relato, con la categoría
humanos metamorfoseados en monstruos, es «Los otros» de Andrés Neuman. Se podría
considerar que la conciencia del cambio es más dramática que la transformación
misma, y en eso se funda el interés narrativo de este cuento. El relato es un
casi un minucioso recuento de cómo la razón trata de vencer a la pasión o al
instinto de una monstruosidad desatada. Al igual que la famosa metamorfosis de
Kafka, esta también ocurre con plena naturalidad y aceptación, pero con la
diferencia abismal de que quien relata es quien la sufre y da cuenta de que lo
mismo ocurre a su alrededor, y lo hace hasta sumarse a los otros.
La séptima historia, con la categoría
monstruos devoradores, es «Los arácnidos» de Félix J. Palma. Este quizá sea el
relato del conjunto que busca ex profeso infundir miedo y temor en el sentido
más clásico del género. Sin embargo, el gran tema de esta tétrica historia son
las relaciones de dominio y sometimiento entre una anciana que representa la
corrupción del pasado y un joven que encarna la de-generación y la de-cadencia
del presente. La no referencia explícita a la habilidosa deidad griega Aracné
es un acierto, pues lo atroz se oculta en la oscuridad, y solo la imaginación
consigue redibujar al binomio monstruo-laberinto, que atrapa a sus víctimas con
sus fatales hilos.
El octavo cuento, con la categoría
zombis, es «La hora de la verdad» de Santiago Eximeno. Con un estilo
típicamente burocrático, como si se tratara de una fría y funcional política de
gobierno, el autor nos ofrece un discurso crecientemente desconcertante. Este
cuento sería la mejor respuesta ante una pregunta impostergable: ¿qué hacer
ante una posible epidemia zombi? Pretexto ideal que permite la deliciosa
combinación de ironía y terror, sobre la torpeza expositiva de un equipo de
funcionarios gubernamentales que intentara cumplir de la mejor manera posible
el encargo de saber qué hacer cuando se produce la primera muerte. El narrador
sería un colectivo que ha pasado por varias instancias, aparte de la supuesta
traducción, con los necesarios sellos, rúbricas y vistos buenos. Así que
publíquese, léase y cúmplase.
El noveno texto, con la categoría
animales extraños, es «Bestiario secreto en el London Zoo» de Juan Jacinto
Muñoz Rengel. En este relato, el autor le juega una mala pasada al lector, lo
cual no tiene nada de indignante ni oprobioso sino todo lo contrario. El cuento
reúne muy bien el hallazgo del escondrijo y la aventura de recorrerlo, además
de todos los ingredientes que hacen de una historia un cuento para no olvidar.
De hecho, el protagonista, que dista del héroe típico, cumple más o menos con
el camino del héroe planteado por Campbell, con la sorpresa de que el cambio
del entorno también lo implicaría a él, aunque esta es solo una posibilidad de
un muy equilibrado final abierto.
El décimo relato, con la categoría
monstruos reales, es «Luego están los dentistas» de Pablo Martín. Nada como una
pizca de «realidad real» en una antología sobre seres que espantan para marcar
contrastes y reforzar nuestra noción de malignidad si colocamos la lupa en la
quinta acepción que brinda la RAE cuando define el vocablo «monstruo» como persona
muy cruel y perversa. Como plantea el narrador, después de una larga lista,
están «… los curanderos, los matasanos, los medicuchos y
los hechiceros. Luego están los dentistas». Aquí, el miedo surgido de la
experiencia de cada quien se contamina con el miedo propio de la fantasía, es
decir, la supuesta «realidad real» se reinterpreta en clave del género terror y
sus códigos de descripción, con la asepsia de un consultorio dental.
La undécima historia, con la
categoría máquinas asesinas, es «La familia y uno más» de Raúl del Valle. En
este relato, el denominado «uno más», es decir, Pedrito, un electrodoméstico
que, a medida que va ganando la confianza y el cariño de una pareja, el lector
empieza a esperar que algo se quiebre en este ser aparatoso. Y el quiebre se
da, pero con una doble sorpresa que desmorona cualquier desenlace que uno
prevea. Un texto muy limpio, como los pisos relucientes que deja Pedrito, que
hurga en la creciente dependencia del ser humano frente a las máquinas en
situaciones muy concretas de la vida doméstica. Una aguda reflexión muy bien
narrada que deja más de una inquietud.
Por último, el duodécimo cuento, con
la categoría alienígenas, es «Invasión» de Ismael Martínez Biurrun. Desde la
antigüedad el hombre ha buscado amuletos que lo salven de una amenaza. En el
futuro no muy lejano que propone el autor de «Invasión» son los recién nacidos…
y cumplirán con su propósito si es que no logran ser lingüísticamente
competentes. Los afectados, víctimas de una absoluta falta de voluntad, mueren
de desinterés por la existencia, pues su instinto de supervivencia ha
desaparecido. El peor rostro de un monstruo no es, como hubiéramos creído, el
que nace de la oscuridad, de un experimento diabólico o de una maldición. De
hecho, si es intangible nos causa un mayor desasosiego, más aún cuando la
última oportunidad de esperanza se agota y no hay contra quién disparar balas
de plata, clavar estacas o reducir con un sortilegio.
Entre las mil caras del monstruo,
justamente la que no logramos ver porque es invisible resulta ser la más
terrorífica, pues es la que, al surgir desde nuestro propio temor paralizante,
adquiere el rostro de todos nuestros pavores, angustias e inquietudes.