Cabeza
y orquídeas es un título extraño que nos abre paso al
descubrimiento de una historia que implica más de una sorpresa. Su autora, Karina
Pacheco, en las primeras páginas del libro consigue rápidamente lo que muchas
novelas tardan o nunca logran alcanzar en un lector: que este se involucre con la
trama, que se deje seducir por la atmósfera, que se sumerja en la historia para
descubrir lo no dicho que asoma ahí o allá, mientras la narradora supuestamente
está concentrada en relatar los preparativos para la celebración de su mayoría
de edad. Se va evidenciando que su mundo no solo es acomodado sino realmente
privilegiado. Su familia, aparte de ser rica, es poderosa, y, por tanto, es el
centro de atracción e interés para una fauna variopinta de políticos,
intelectuales, artistas y empresarios, entre otros. Y ella, la segunda de tres
hijos, sería también el centro de su familia, la niña mimada que puede gastar
una fortuna en ropa y dejar bien establecida su posición social frente a
conocidos o amigos con sutiles comentarios acerca de su riqueza o éxito
familiar.
Pero también desde las primeras
páginas hay una advertencia de que algo podría resquebrajar todo este orden perfecto
y feliz que se puede mantener con cincuenta soles de coima y una radiante sonrisa.
Esta primera señal de mal agüero es una frase con marcado tinte surrealista que
contrasta con el tono objetivo que se emplea a lo largo de la narración: «lo
último que vi ese día fue la cabeza de un hombre embutida dentro de una
damajuana», como se refiere en la página doce, es decir, en el revés de la
primera hoja de la historia. Líneas antes, se hace referencia a las dieciocho
orquídeas que recibe la narradora-protagonista de manos de su padre, con lo
cual este simboliza con cierto trasfondo sexual la mayoría de edad de la niña
de sus ojos. De modo que si bien parte del título queda esclarecido (una novela
sobre la madurez, representada en la mayoría de edad que se alcanza a los
dieciocho años, con lo cual la persona, en gran parte de países, se convierte
en ciudadana), aún queda algo que no calza con el mundo perfecto, armónico y
placentero que busca asentar la autora.
En la novela se relata linealmente lo
que le acontece a la protagonista desde que despierta hasta lo que descubrirá
hacia el final de su fiesta de cumpleaños. En este aspecto de pintar a la
protagonista es muy fina y meticulosa Karina Pacheco, sobre todo al marcar cada
situación o acontecimiento, a la manera de un diario, en un tiempo que
transcurre con tal intensidad y énfasis que parece un personaje más de la
historia. Pero lo que podría tomarse como una historia plana, lineal y de final
relativamente predecible, de pronto se empieza a interrumpir con recuerdos y
reflexiones de la protagonista. Y lo que se percibe en la historia principal, que
ocupa alrededor de veinticuatro horas, en un tiempo real parecido al de la
famosa serie de televisión, son simplemente las dubitaciones de una chica bien respecto al vestido que se
pondrá o sobre si irá a su fiesta fulanito o menganito, las típicas
meditaciones frívolas de una hijita de papá que no tiene mayor preocupación
material en la vida, como si se tratara del personaje de un novelita rosa. Sin
embargo, es en las reflexiones y recuerdos de la narradora-protagonista donde
se gesta y macera lo mejor y más denso de la novela. Karina Pacheco no deja
pasar la oportunidad para establecer un contrapunto entre la existencia interior
y la vida exterior de la protagonista, así como entre su pasado y presente.
Incluso entre Lima y su viaje a Piura, de donde proviene su padre.
En este sustrato, la novela contrasta
la capital limeña con la vida de provincia. Para una provinciana como Balbina,
la trabajadora del hogar de la familia de la protagonista, su meta no es
superarse en lo personal sino garantizar la supervivencia de su madre y
hermanos. Balbina se sacrifica por su familia y para ello debe apartarse de lo
suyo, alejarse de su hogar y terruño. Esta información que obtiene la
protagonista la va preparando para su súbita madurez. Otro contraste importante
es el de los hermanos de la protagonista. El mayor es impetuoso, banal y
disperso; el otro, el menor, se muestra introvertido, responsable y dedicado, solo
los une la indiferencia por su familia. La protagonista es una perfecta mezcla
de ambos, la raíz de su lucha interna, pero la distingue su preocupación por el
grupo familiar, el sentirse identificada con la «abnegación» de su madre y el
«sacrificio» de su padre que ella advierte a diario para que la familia goce de
tanta fortuna.
Este sustrato, que le otorga una
profundidad psicológica a la protagonista, permite hurgar también en diversos temas
escabrosos. De manera dosificada, la autora desliza diversos temas relacionados
con el racismo, la exclusión, la marginación, la dominación y la subestimación.
Y es justamente siguiendo esta ruta de confrontación entre lo que es con lo que
debe ser, que la novela se vuelca hacia el plano de desentrañar el misterio
familiar, en particular, los orígenes no muy encumbrados, según la
protagonista, de su padre. La protagonista-narradora apenas consigue aceptar la
verdad que su padre le revela al mostrarle el retrato de Esmeralda… la abuela paterna
de ella. Este retrato que llevaba su padre celosamente en la billetera luego
será ampliado para ocupar un lugar entre otras fotografías familiares. De
hecho, será una incómoda espina en la familia: no hay suficiente dinero ni
poder para que parientes y amigos eviten hacerse de la vista gorda ante aquella
evidencia que denotaba un oscuro y humilde pasado. Solo un artificio de la
madre pudo reordenar lo alterado, al retirar todas las imágenes del primer piso
y llevarlas al segundo, en un espacio más íntimo, que los protegería de
cualquier impertinencia. En el primer piso solo quedará como símbolo
fundacional la fotografía de la boda de los padres de la protagonista.
Esta preocupación por la apariencia
tiene sus límites. Lo cierto es que la verdad siempre se las arregla para
brotar en el momento menos oportuno para recordar quién es uno en realidad, en
un sentido negativo. En un viaje a Piura con su padre y hermano mayor, la
protagonista advierte en los rasgos del guardaespaldas de su progenitor semejanzas
genéticas más que sospechosas entre uno y otro, pero no se atreve a preguntar.
Saber más de lo que ve y oye cuando la creen dormida sería hallar más retratos
simbólicos de su abuela y, por tanto, más motivos por los cuales avergonzarse y
ver amenazada su endeble felicidad.
Pero no todo es negativo en estos
descubrimientos azarosos. Quizá la situación más simbólica de este hallar sin
preguntar y dejar todo suspendido en la incertidumbre sea el momento suscitado,
en una zona emergente de Piura, en que la protagonista decide recorrer un
parque muy bien mantenido que contrasta con el contexto. Refiere la
protagonista: «Terminé llegando al recinto circular que resaltaba en el centro
mismo del parque. Allí, rodeado por cuatro bancas de madera y hierro forjado
que se mantenían muy bien pintadas, pude ver el pedestal que sostenía una placa
metálica que informaba que ese parque había sido construido cinco años atrás
con fondos donados por un anónimo benefactor bajo el mandato del alcalde
distrital cuyo nombre figuraba con letras medianas. La placa también resaltaba
con letras grandes y plateadas el nombre del parque: Esmeralda».
Todos estos recuerdos y reflexiones
preparan a la protagonista y al lector para enfrentar con mejores armas lo que
sucederá en las últimas páginas de la novela: la fiesta y el exceso, el
desmadre, la juerga desenfrenada, la euforia y el delirio que ululan hacia una
revelación proporcionada por una heroína sin nada de heroína, un choque brutal
con una verdad tan impactante como estremecedora. Sería de muy mal gusto
referir el gran descubrimiento que le cambiará la vida a la protagonista, que
la convertirá violentamente en adulta, que la obligará a ser mujer de un minuto
a otro, y a tomar quizá la decisión más dura y difícil de su existencia. A lo
mucho solo cabe puntualizar que la clave para hallar la verdad está oculta en
ella misma como un código genético porque ella es el centro de su familia, y
esta, a su vez, de una amplia red de algo peor que el desconcertante hallazgo de
la cabeza de un hombre embutida dentro de una damajuana. Esta figura
disparatada, en el extremo de una secreta y valiosa colección de piezas
prehispánicas, se menciona varias veces en la novela en las páginas doce,
dieciocho, treinta y treinta y siete, y claro, en la ciento diez, donde ya no
hay vuelta atrás, hacia la niñez, la despreocupación y la inocencia, porque
la verdad ya convirtió a la protagonista
en una mujer vacía, melancólica y condenada a la soledad. Pero eso solo es el
comienzo de una confrontación más desgarradora que se relaciona con el hecho
doloroso de abandonar todo lo que se ama, toda posibilidad de amor o
construcción de una relación sana, sin tormentos ni trampas. Karina Pacheco no
baja el pulso para rematar su novela con el final perfecto de una protagonista
moral y éticamente imperfecta, que no logra el consuelo de sacarse de la cabeza
la única pregunta que le carcome una y otra vez el corazón, y el triste
recuerdo de dieciocho orquídeas que no consiguieron ser inmarcesibles.