Alguien, alguna vez, sostuvo que
todas las historias literarias se dividían en dos grandes grupos: uno, con
protagonistas con un perfil psicológico parecido al de Hamlet, y otro,
delineado por características semejantes a las de Edipo. En realidad, estas
divisiones son muy arbitrarias, sobre todo cuando en una novela como Obsesión de Alina Gadea no queda claro
cómo circunscribir al protagonista, que de algún modo es el famoso y dubitativo
personaje de Shakespeare y, al mismo tiempo, la compleja máscara creada por
Sófocles, más allá aun de lo obvio, donde hay una exigencia para leer entre
líneas, y captar la dimensión de los actantes y sus actos a través de la bruma
y los despliegues oníricos intrínsecos a Lima.
Gadea, desde las primeras páginas, propone
un tablero de fichas blancas que se enfrentan a negras, pero sin caer en
maniqueísmos ni polarizaciones forzadas. En la novela prima el degradé, el matiz, los pasos sutiles y
las rutas concéntricas, incluso el sí pero no. Más que simples reglas de un
juego de damas estamos ante un ajedrez de complicadas y audaces jugadas, que
anuncian que más de uno acabará derribado. La novela bombea mucha vitalidad, y Gadea
no ahorra palabras para ello, pero tampoco las derrocha. Busca la sobriedad y
el equilibrio en todos los detalles, por más nimios que parezcan, pues todo
cobrará tarde o temprano un sentido mayor al previsible, en una nota mayor a la
prescrita bajo criterios estrictos y académicos porque ella ha decidido seguir
su propia pulsión y hallado la combinación acertada para salir bien librada de
su vuelco narrativo.
En Obsesión brilla el riesgo desde el primer café que comparten los
protagonistas. Novela de atmósfera, pero, sobre todo, de conflicto y acciones a
partir de una concatenación de ideas, consigue inquietar al lector desde la
hybris planteada por un encuentro que no debió producirse desde un marco
estrictamente ético. La hybris sería la desmesura generada por la confianza
exagerada en uno mismo que muchas veces termina en un merecido castigo, término
que suele confundirse con pecado en el plano judeocristiano de la moral. Este
desborde de confianza y orgullo no se soluciona narrativamente en el crimen y
castigo. Gadea parece centrarse y sentirse muy cómoda en desentrañar los
destinos de los protagonistas en función de sus límites en todo orden, pero
especialmente para delinearlos como individuos arrastrados por el goce sexual,
la pasión desenfrenada y la experimentación carnal, lo cual da paso
inevitablemente a que uno de ellos no consiga controlar la situación y termine
arrastrado por sus propios fantasmas y demonios.
La novela avanza y nada parece
detener al psiquiatra obsesionado por su paciente ni a esta sometida al control
de aquel. Yvonne iba dos veces por semana al consultorio del doctor Durand,
hasta que después de un silencio, la relación entre psiquiatra y paciente se ve
alterada por un apasionado romance. El mundo perfecto del médico (extraordinaria
mezcla de éxito, reconocimiento, fama y consagración profesional) se convierte
de pronto en un plano aberrante que enturbia la razón y precipita sus acciones,
mientras que, paradójicamente, Yvonne (escritora en ciernes) encuentra el
añorado equilibrio y su consecuente felicidad. Pero lo que verdaderamente ocurre
en un nivel simbólico resulta difícil reducirlo simplemente a una novela urdida
en clave de thriller psicológico,
aunque lo es en primera instancia. Gadea demuestra una desenvoltura narrativa que
ya se advirtió en Otra vida para Doris
Kaplan. Pero en Obsesión todo
parece más breve y condensado, desde el título, donde enfatiza también la brumosa
Lima, el fantasmal Miraflores, con lo cual remarca a sus complejos y obsesivos personajes
que buscan liberarse de ataduras personales y ajenas, pero olvidan —o creen
olvidar— que la raíz de toda tragedia es la trasgresión a las normas.
Entre Hamlet y Edipo, ante la
incertidumbre que propicia esta suerte de caricaturización de Yvonne y del
doctor Durand, surge la posibilidad de una tercera vía, que no necesariamente
se resuelve en el plano de la hybris ni de la tragedia. Está la posibilidad del
espacio mismo como sujeto de la acción y, por tanto, exento de castigos dictaminados
por dioses tutelares. Podría hablarse del laberinto planteado desde la bruma y
la perspectiva onírica de una ciudad evanescente, para establecer la posible
existencia de un Teseo, una Ariadna, un Minotauro e, incluso, una Fedra.
De acuerdo con el investigador Louis
Vax, el monstruo representa nuestras tendencias perversas y homicidas;
tendencias que aspiran a gozar, liberadas, de una vida propia. «El monstruo
atraviesa los muros y nos alcanza donde quiera que estemos; nada más natural,
puesto que el monstruo está en nosotros. Ya se había deslindado en lo más
íntimo de nuestro ser cuando fingimos creerlo fuera de nuestra existencia» (Arte y literatura fantástica, 1973). Según
el mito griego, el monstruo del laberinto, el ser mitad toro mitad hombre
exigía, una y otra vez, una alta cuota de sacrificio. Teseo, ayudado por
Ariadna, llega al centro del laberinto donde enfrenta y vence al Minotauro, y
logra salir de las paredes truncas y engañosas, así como de los muchos peligros
diseñados por el arquitecto Dédalo, gracias al hilo que la mujer que lo ama le
ha proporcionado. Pero ¿qué ocurre cuando el monstruo, en un plano de ficción
borgiano, es uno y otro o, peor aun, es uno por el otro? ¿Es posible que el
héroe, que el salvador, que quien llega para redimir, pueda ser también la
sombra oscura que tiñe la gloria de una proeza?
Gadea elige el camino nada fácil para
otorgarle a su historia el revés perfecto a un hecho que pudo ser una
empalagosa anécdota cursi, una narración que pudo enrollarse en sí misma hasta
la asfixia de sus variopintos elementos. Una novelita rosa, con final de festín
de perdices, en manos de Gadea es impensable. En realidad lo perverso y
retorcido del doctor Durand es un fino proceso de transformación. El «señor Hyde»
aparece (va apareciendo) creciente y dosificadamente. Asoma como un anuncio que
pasa casi inadvertido, hasta que cada vez se torna más galopante y fuera de
control. Acerca de esto, la primera vez que la autora plantea esta dimensión
poco sana del doctor Durand es hacia el final de la tercera parte de la novela,
que vendría a ser una página clave para la consecución de la historia: «La
primera vez que diseccionó un cadáver para hacer una necropsia fue un momento
único en su vida. Una experiencia intensa. Tanto como el sexo. Sintió por un
momento que la vida se ensanchaba. El bisturí sobre la carne del muerto, el
tajo decidido como quien corta una tela que suena dentro del cerebro. Todo por
lo que luchábamos los seres humanos en la vida era realmente inútil. Sintió su
fugacidad como un rastro opaco en la piel que cortaba. La agonía. Todas las
funciones corporales huyendo del ser como una nube que se evapora hacia la
nada, como sueño que se desvanece en el olvido apenas uno se despierta. Sin
posibilidad de retorno. Todo se reducía finalmente a un monitor atado a una
vida, indicando peligro con alarmas ensordecedoras, que luego se convertirían
tan solo en una línea plana. El último aliento. El soplo de vida que se escapa
como agua entre los dedos. La fragilidad del cuerpo. Ese mismo que lavamos y
alimentamos. Solo quedaba la sensación placentera de ponerse unos guantes y
hurgar en un cadáver. En un cuerpo inerte. Algo obsceno. Límite. Prohibido. Las
compuertas de la represión rotas, dejando salir los instintos como un torrente.
Había tomado unas vendas y les daba vueltas. Vueltas a su mente. ¿Se podría
salvar una mente? Sería la única forma de trascender a la esencia de la
existencia. Se había lavado las manos y había hecho espuma hasta los codos. Se
había mirado al espejo: ¿qué era esa cosa extraña que llamamos vida?» (pág.
26). La imagen mórbida de la mano enguantada que hurga entre los órganos de un
cadáver regresará en las páginas 56, 72, 86 y 90, para insistir en la
posibilidad de una fractura de la ecuanimidad del protagonista.
Por otra parte, como se aprecia, Gadea
tampoco titubea ante la exigencia de reflexionar en función de un objetivo
narrativo para dar más color y brillantez a su historia. Además del aspecto
patológico del protagonista metaforizado en un par de manos con guantes de
látex que hurgan en un cadáver, está también la descomposición moral y ética de
este, evidenciada como crítica al emprendedor arribista, al profesional que ha
conseguido la extraordinaria mezcla de éxito, reconocimiento, fama y
consagración, gracias a una esposa-trofeo, pero que no ha logrado curar sus
viejas heridas ni deshacerse del peso muerto de un pasado cargado de
privaciones y sacrificios. La felicidad es tan duradera como el maquillaje
sobre la piel y tan profunda como la epidermis, por lo que algo mucho mayor que
la desazón lo empieza a carcomer desde la primera crisis de celos, a partir de
los primeros remesones que van destruyendo su mundo de mentiras, en el momento
que se ve ante el espejo y presiente la presencia de un monstruo que lo indaga.
Como contraparte está Yvonne que sigue
el camino contrario. Parte de su liberación, de su curación y de su recuperación
como persona plena es su derrotero en el mundo de la escritura creativa, de la
decisión de reescribirse como ser con dignidad y sueños por cumplir. La
historia de Yvonne y del doctor Durand es un nefasto encuentro o, más bien,
desencuentro bajo el esquema del efecto de Kepler. Mientras él se dirige a
sacar lo peor de sí, ella se enrumba a florecer desde dentro de sí. Pero Alina
Gadea va más allá de este esquema de colisión, de intimidaciones y de
acechanzas. Lo que parece no necesariamente es. Y lo que es, por paradójico que
parezca, termina siendo sorprendentemente perturbador como toda verdad
imposible de reducir a una frase o a una sola versión. Solo es cuestión de
saber seguir el hilo y desear o presumir que todos resultaran ilesos, incluso
el Minotauro.