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martes, 23 de febrero de 2010

Carlos Calderón Fajardo. Playas. Borrador Editores, Lima, 2010. 150 pp.

Carlos Calderón Fajardo, diestro narrador de lo simbólicamente sorprendente e inesperado —y a veces aun de lo crípticamente siniestro—, ha diseñado su más reciente libro como un espacio de lo dual, es decir, tal como lo sugiere el título Playas: el lugar de reunión entre lo firme (la tierra) y lo móvil (el mar). Pero, como suele ocurrir en la obra de Calderón Fajardo, lo obvio resulta ser una apariencia, incluso un disfraz que entalla la idea que subyace a la anécdota, al argumento como sustrato que, en este caso, huye de las imágenes más playeras y de calendario del solaz veraniego (arena blanca, mar azul, como refiere la melodía setentera). En este gran díptico que es Playas, el autor consigue un énfasis esencialmente metaficcional y metaliterario y, de paso, de ecuménica reflexión metafísica.

En la primera parte, llamada Del Mar Cercano, el lector está en arenas puramente narrativas: quince cuentos de factura casi clásica en su mayoría, no obstante las licencias que se toma para quebrar los principios básicos del relato literario, y jugar con las fronteras que dividen los tipos de ficción. En la segunda parte, más breve y con más textos (dieciocho), denominada La Playa de la Familia Mussolini, el autor nos ofrece el vaivén propio del mar: la metáfora de la existencia en movimiento más intensa y efectiva desde la experiencia literaria.

La primera parte tiene una clave de lectura poética muy efectiva y reveladora. Esta se encuentra al inicio y final del cuento «Punta Negra», segundo relato de esta sección. En el arranque, el narrador plantea la siguiente revelación encubierta de verdad de Perogrullo: Las aguas cubren el mar; y en el remate insiste con un giro de tuerca: El mar bajo las aguas. Y como un espejo que nos muestra una realidad semejante, pero diferente (pues la izquierda se vuelve derecha y viceversa, como indicio superficial de que otros cambios se suscitan en los estratos más profundos), la segunda parte de Playas nos presenta igualmente en uno de los primeros relatos, titulado Roberto Bolaño y su trusa negra, una clave de lectura igualmente iluminadora pero no en un registro poético sino más bien académico: «A Roberto Bolaño le gustaba intercalar en sus últimas colecciones de cuentos, textos de naturaleza no narrativa, con el evidente propósito de confundir las fronteras del género y fecundarlo». De esta manera, Calderón Fajardo, desde tales puntos de vista, nos obliga a releer (o por lo menos a repensar) la primera parte, y reanudar la lectura con más malicia y suspicacia, pues en cualquier momento, en este mar de corrientes subterráneas que es la segunda parte de Playas, es posible llevarse más de una sorpresa, ya que en esta sección de fluidez y flexibilidad hay un evidente propósito de confundir las fronteras del género [cuento] y fecundarlo.

En efecto, Calderón Fajardo en la segunda parte del libro se muestra como un agudo ensayista metatextual y metaliterario. Y lo hace con una profundidad y perspectiva poética elaboradora con inteligente soltura. Se trata de un afán inspirador sin artilugios ni rimbombancias. Solo hay puro buen gusto. Y lo mejor es que el dato erudito no es engorroso, pues prevalece la sabiduría literaria, insumo capital para que tanto el lector neófito como el iniciado accedan sin exclusión a sus respectivos niveles de comprensión, a fin de vislumbrar el mar bajo las aguas, y distinguir y disfrutar el evidente propósito de confundir las fronteras del género.

Con tal constatación, queda claro que Calderón Fajardo es un escritor perfectamente equilibrado, pues su obra se halla con exactitud entre lo que producen los narradores elementales y aquellos muy complejos y enrevesados. No es necesario conocer al francés Marcel Proust, a los italianos Alberto Moravia, Dino Buzzati y Cesare Pavese, al chileno Roberto Bolaño, a los británicos Edward Lear, James Graham Ballard y Julian Barnes, al francés Michel de Montaigne, a los estadounidenses Lee Smith, John Updike, Truman Streckfus (cuando está a punto de convertirse en Truman Capote) y Harold Brodkey, al indio de la India Rabindranath Tagore, a los alemanes Günter Grass y Thomas Mann, y al uruguayo Mario Levrero, para dejarse llevar por las olas y tumbos de estos grandes creadores o, al menos, esperar la resaca. En otras palabras: es posible acceder al pleno disfrute de Playas sin haber invertido en un buen protector solar, pues Calderón Fajardo ha reservado para el lector desprevenido un plan de contingencia para un goce literario tan fructífero como el que más.

Fiel a su estilo, Calderón Fajardo no cae en la ridícula tentación de parapetarse en su conocimiento narrativo. Por el contrario, en este libro se muestra particularmente dispuesto a acoger a los lectores más variopintos con todo el riesgo que esta decisión implica. Esta heterogeneidad en la propuesta del libro como en la proyectada recepción de la obra se funda de algún modo en el interés del autor por desarrollar de manera modular una gran arte poética cuya manifestación está en la segunda parte, pero que tiene las raíces muy bien puestas en el continente de la sección uno. Así, el díptico que ya es Playas se recrea desde su propia inmanencia ante los ojos del lector, y se decanta que esta colección de textos ha sido urdida con las más depuradas técnicas del buen contar.

Hace casi dos años, en mayo de 2008, tuve ocasión de presentar un cuadernillo también titulado Playas, publicado bellamente por la Colección Underwood de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Aquella edición está compuesta por dos cuentos —«Playa Ballena» y «Punta Negra»— que resultan más que claves para acercarse y comprender al escritor completo y de lujo que es Calderón Fajardo. De lo que entonces escribí y leí, hoy, aún hoy, lo suscribo plenamente. Solo lamento haber omitido algunos aspectos que ahora tengo la oportunidad de referir. Pero antes de entrar en materia de contrición, conviene rescatar algunas ideas. Gracias a la técnica del copy-paste, estas ideas, antes puntuales y específicas (pues aluden a dos cuentos), albergan, tras una mínima intervención o reescritura, planteamientos que podrían dar luz de lectura al reciente libro de Calderón Fajardo.

En principio, «Playa Ballena» y «Punta Negra» son los cuentos con los que el autor abre el libro que hoy presentamos. Y en ellos, en realidad, o sea, en la honesta falsía literaria de estos dos actos textuales, está todo el potencial del libro. Y reafirmo que Calderón Fajardo muestra su absoluta condición de narrador que explora a sus anchas y sin obstáculos la continuidad mente-mundo. Pero lo más importante es que establece sus marcas literarias, y las brinda con la intención de afirmar su posición y desempeño de escritor transversal, en el espacio geográfico de la costa —la playa y el sol en su singularidad literaria—, y de autor intenso, ingenioso y versátil.

Tanto en su desempeño narrativo como en su manifestación ensayística, Calderón Fajardo apunta con cierta insistencia obsesiva hacia una reflexión sobre la vida con la vejez y la muerte como telón de fondo. En estos escenarios, el tiempo —en cuanto transcurso y percepción como experiencia íntima y personal— es el espíritu que articula el cuerpo de los hechos, en cuanto color, textura y temperatura.

En la mayor parte de sus textos y metatextos, Calderón Fajardo desafía con cierta porfía al lector. Y también le plantea algunas advertencias. Pero no es una invitación al vacío sino una participación que lo lleva a presenciar la resolución de entredichos, a ser testigo de excepción de desencuentros, y a confrontar lo verosímil literario con la idea antropológica de verdad.

Las treinta y tres playas de Calderón Fajardo, aparte de concretar un espacio más o menos definido o existente en esa delgada línea que separa el mar de la tierra, se cargan, por las características propias del autor, de cierto onirismo, de cierto halo de lugar fantástico o insólito propicio para la invención de una arquitectura narrativa que juega con los abismos de la verdad y las sinuosidades de la imaginación. Espacios de coincidencia, sin duda, para más de un argumento y, sobre todo, repito, para confundir las fronteras del género [cuento] y fecundarlo.

Para concluir, el gran díptico que es Playas resulta, más que una doble mirada ofrecida con talento e inteligencia, una decidida recreación de la metáfora milenaria acerca del origen, la pérdida y el retorno; un cúmulo de verdades ancestrales que recuerdan con macabra insistencia que el mar rechaza lo muerto; una audaz apuesta, a lo Thomas Mann, de que una playa es el espacio idóneo para confrontar la civilización con la barbarie, lo ficcional con lo real, lo bello con lo hórrido y lo eterno con lo efímero. Calderón Fajardo sabe muy bien de estas diferencias, y lo que estas ocultan desde su playera desnudez, como las aguas (des)cubren el mar, y nos invita, con su notable libro, a sorprendernos y asombrarnos ante lo que varan sus historias, mientras leemos e imprimimos las huellas de nuestros pies sobre la arena húmeda.

martes, 13 de mayo de 2008

Carlos Calderón Fajardo. Playas. Colección Underwood. Lima, 2008. 24 pp.

En el cuadernillo Playas —sétimo número de la Colección Underwood que dirige Ricardo Sumalavia, desde Burdeos, con el apoyo de Mateo Millones, Joel Anicama, Antonio Tuya, Julio del Valle y Estrella Guerra, en Lima—, el autor, Carlos Calderón Fajardo, muestra su plena condición de narrador que explora a sus anchas y sin obstáculos la continuidad mente-mundo; y patentiza su posición de creador experimentado que hace perfecto uso de la libertad poética —prerrogativa estética no muy difundida— para recrear con soltura desde su entrenada capacidad de observar, imaginar e ir más allá del común de los mortales. Y queda claro, en este díptico, cómo Calderón Fajardo establece sus marcas literarias, y las brinda con la intención de afirmar su posición y desempeño de escritor transversal, en el espacio geográfico de la costa peruana —la playa y el sol en su singularidad literaria—, y de autor suspicaz, ingenioso e inventivo, que respeta la realidad al grado de no hacer un estudio sociológico, no obstante su interés profesional de explicar científica y objetivamente lo que rodea al individuo —y cómo este transforma aquello— o reflexionar denotativamente sobre la estructura y funcionamiento de alguna sociedad humana.

Narradas con un estilo seco y directo —y tramadas desde la metáfora del mar y el símbolo de la arena—, las dos historias de Playas —«Playa Ballena» y «Punta Negra», en ese orden— son una reflexión sobre la vida con la vejez y la muerte como telón de fondo. En estos escenarios, el tiempo —en cuanto transcurso y percepción como experiencia íntima y personal— es el espíritu que articula el cuerpo de los hechos, en cuanto color, textura y temperatura.

En «Playa Ballena», Calderón Fajardo desafía con cierta insistencia al lector. Y también le plantea algunas advertencias. No es una invitación al vacío, a saltar a un pozo sin fondo. Por el contrario, lo lleva a presenciar la resolución de un entredicho, a ser testigo de excepción de un desencuentro entre dos compañeros de letras, dos escritores forjados a la luz —y sombra— del gran José Donoso. Verosímil, aunque incierta, esta historia tiene el extraordinario encanto de involucrar al hipócrita y voyerista lector desde su primera frase, para proponer las vidas paralelas de dos escritores chilenos jóvenes, íntimos en el París de la década de 1960, discípulos del autor de El obsceno pájaro de la noche. Como ocurre, como siempre ocurre en mayor o menor grado —y como bien sabe Calderón Fajardo—, los grandes ideales que unen a las personas en un momento y lugar —coordenadas de la complicidad prístina— pierden, de pronto, a la luz del cambio que implica el flujo del tiempo y las conveniencias e intereses del mercado (aunque este fuera editorial), su intensidad y fuerza. Los grandes ideales se desvanecen, empiezan a perder su luz y tono, hasta ser un buen recuerdo, en contraste con lo que se podría obtener cuando se alcanza la fama o se cuenta con perfil bajo, cuando se logra el éxito o se crea desde el sufrimiento, cuando se consigue el reconocimiento o el ninguneo persiste como segunda piel.

La playa Ballena, el lugar que le da nombre al primer relato, es una suerte de lugar inventado —más onírico que abstracto— para la invención, espacio de una arquitectura narrativa que juega con los abismos de la verdad y las sinuosidades de la imaginación. Allí «coinciden» hasta tres historias literarias, certeramente engranadas para potenciar la explicación de lo misterioso, enigmático e inconcebible: la existencia misma del lugar como epifanía o, más bien, respuesta a una pregunta crucial y dolorosamente definitiva. De acuerdo con una leyenda que el protagonista evoca, el prototipo de la gran ballena blanca de Herman Melville varó en ese lugar, historia fundente que insufla vida al fantasma del cetáceo mítico de las aguas del Pacífico sur, para reavivar una de las historias decimonónicas más fascinantes.

Así, por medio del recurso metaliterario, pero no para enturbiar, sino para obtener un mayor brillo de lo ya brillante, es decir, sin caer en la manía de incrustar el dato erudito solo por cumplir o impresionar, Calderón Fajardo, por el contrario, orquesta un complejo y matizado contexto para explicar con inusitada sencillez filosófica una de las mayores preocupaciones de la humanidad. Lección punzante que se obtiene, en caso del protagonista de «Playa Ballena», a través de la contemplación de un fenómeno tan raro como un rayo verde: el fragor y fulgor de la vida misma, como suspiro de belleza, en la tarde de la existencia, refractado desde un gran cuerpo —¿acaso la humanidad toda?— en galopante corrupción.

En «Playa Ballena» el autor nos conduce hacia los acantilados de la fe, pero de la más difícil de lograr, o sea, la forjada en el plano terrenal, lejos de los fueros de la superstición o del temor a la ira divina, la dada entre individuos, para ofrecer una lectura estrictamente literaria de lo que es la amistad y hasta dónde puede llegar este afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato.

Desde otra ribera, «Punta Negra» hurga con el mismo estilo de «Playa Ballena» —seco y directo en su mayor parte—, pero con el ritmo propio de una historia que se distiende y ajusta hacia un desenlace que si bien no es sorpresivo impresiona tanto por su hechura como por su contundencia. Estamos ante la pérdida y el duelo que esta supone, según Calderón Fajardo. Ante la muerte en una devastadora y cruda versión, que no cae en lo cursi ni resbala en el sentido obvio o la salida ramplona.

Al igual que en «Playa Ballena», el autor emplea la estrategia del recurso metaliterario, y desde la primera frase, con una cita del israelí Amos Oz, la cual va cobrando un sentido más vasto a medida que se reitera con ciertas variantes, hasta el punto final del cuento. Esta apariencia cíclica de «Punta Negra» es solo eso: aspecto, fachada, traza, pues el texto se afirma en una linealidad que es memoria en marea, recuerdo en flujo y reflujo, evocación en vaivén, y, por tal carácter, da espacio al contrapunto reflexivo sobre la juventud perdida y la vejez que acerca cada vez más al sujeto a la inminencia de la muerte.

El luto es un signo exterior de pena en atuendos, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona. El duelo —del vocablo latino dŏlus (dolor)— es fundamentalmente lástima o aflicción, y en una segunda acepción encierra al conjunto de demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento que se tiene por la muerte de alguien. Respecto al primer término, conviene precisar que el Diccionario de la Lengua Española refiere que el color del luto en los pueblos occidentales es el negro, detalle oportuno para releer el nombre del conocido balneario al sur de Lima —Punta Negra— y advertir el aspecto nefasto y doloroso que implica este topónimo. Pero dicha playa —Punta Negra— es tan solo, como se puede presumir, la punta del iceberg. Calderón Fajardo utiliza apenas algunas pinceladas descriptivas para enfatizar el misterio de lo que no está expuesto a la vista del lector-espectador, lo que esconde el mar como materia natural, metáfora literaria y símbolo ancestral: «La ola, después de llegar a la orilla, regresa y subterráneamente une su fuerza con la siguiente ola que viene. Las corrientes se mezclan, son impredecibles cuando hay marea alta». [Las cursivas son mías.] Esta explicación, colocada en el centro del texto —y en un momento clave del desarrollo de la historia—, sirve para decodificar lo anteriormente narrado, a fin de asumir los siguientes párrafos desde la perspectiva de la anunciada fuerza subterránea. Así, mar y texto, más que una igualdad, son un continuum en la mente de Calderón Fajardo.

Como se puede inferir, el cuento «Punta Negra» nos obliga a establecer ciertas sutilezas semánticas. Así como existe una tenue diferencia entre vislumbrar y entrever lo oculto, en el ámbito de la distinción entre luto y duelo respecto a «las aguas cubren el mar» (frase de arranque) y «el mar bajo las aguas» (frase de remate), se descubre, tras seguir el proceso de asumir la pérdida del ser amado, el alfa y el omega de una serpiente que ondula con cierta linealidad, en vez de morderse la cola como el famoso ouroboros —ofidio emblemático de la Antigüedad, que expresa la unidad de todas las cosas, que nunca desaparecen sino cambian de forma en un ciclo eterno de destrucción y nueva creación—, no obstante la connotación cíclica de olas y resacas que inunda el texto.

El mar, después de todo, imagen de muerte y figura de memoria, en manos de Calderón Fajardo, es un lugar que se inventa a medida que se le disfruta o se le teme o se le mira. Y Playas —austero, costero y, por tanto, certero título— es una doble mirada ofrecida con talento e inteligencia, para recordarnos que la literatura puede hacer mejores personas a los lectores ante las adversidades de la existencia, pero no necesariamente a quienes la cultivan. Punzante verdad que Calderón Fajardo no duda en enrostrar a unos y a otros desde su bien ganada y prominente orilla, su trono como rey de las playas.