Enfrentar la realidad no es necesaria ni exclusivamente una experiencia física, se trata también —aunque con ciertos bemoles— de un contacto o pulsión con lo evanescente, lo fantasmático o lo inteligiblemente intangible. La ficción —concepto que no se opone a la realidad sino que se vale de ésta para fines tan nobles como la literatura o para propósitos tan ruines como el amarillismo— es, desde la acepción menos filosófica y científica, un vector, o sea, un agente que transporta algo de un lugar a otro. Pero esta noción no resulta tan frecuentemente evidente, salvo que el azar nos permita toparnos con un libro con las características cíclicas —respecto a aciertos, revelaciones e incertidumbres— de Batallas perdidas, colección de cuentos de Alfredo Dammert, publicada bajo el sello Mesa Redonda.
No obstante la mala fama del número trece, el autor de Batallas perdidas hace de esta expresión de cantidad una constelación de ficciones fascinante e intensa en la noche literaria, es decir, estamos ante una obra con luz propia, que brilla por sus méritos, para irradiar una propuesta narrativa sobria, elegante y compleja, a pesar de su fluidez y diafanidad. Para empezar, este libro de cuentos es la natural consecuencia de un ejercicio de reflexión acerca de los límites de lo humano, en cuanto manifestación cultural de lo sorprendente y fascinante, así como de lo cotidiano y monótono, a manera de lado oscuro. Materia que, además de que es difícil transformar en ficción coherente, verosímil y templada, exige ciertas virtudes y destrezas discursivas para lograr atrapar al lector sin reparos ni recelos. De este modo, Dammert consigue seducir con trece relatos de factura certera y precisa, sorteando con habilidad vicios de construcción y lugares comunes.
Si bien queda claro que el título obedece a enfatizar el espíritu y potencia del primer relato, denominado igual que el conjunto, es también patente que esta constelación se ha compuesto y erigido sobre la base de que el éxito y la felicidad no son fines tan obvios y fáciles de alcanzar y mantener si se sigue la fórmula de acumular, tener, acaparar o ganar, es decir, la estrategia recomendada por los libros de autoayuda para llegar a ser burguesmente pleno y conciliar el sueño sin consumir sedantes. Estamos, pues, ante un mensaje muy subversivo que caracteriza a la literatura que va más allá de la moda o de los corsés del mercado. Literatura para crecer en la dimensión humana, que nada tiene que ver con la ficción vacua para masas que brinda recetas para superar o revertir la baja autoestima o píldoras para levantar la moral.
Dammert nos muestra, vale insistir, el verdadero color y forma de las cosas, y lo hace desde una perspectiva estética y también ética que exhibe con desfachatez una moral limeña desgastada o a punto de partirse en innumerables fragmentos. El título «Batallas perdidas», que tiñe de cabelleras rubias y ojos claros a los otros doce cuentos restantes, lleva también a que el lector repare en la estructura del libro como una propuesta finamente articulada, con ondulaciones sugerentes que conducen a diversos horizontes en cuanto tipo de ficción. Esto, sin duda, supone no pocas sorpresas.
Los dos primeros cuentos —«Batallas perdidas» y «El regalo de Saldívar»—, ambos de corte doblemente tradicional, por su esquema de desarrollo (introducción, nudo y desenlace) y estilo clásico, crean un clima que se quiebra, para sorpresa del lector, con un relato insólito (entre realista y fantástico). En efecto, esta primera frontera nos lleva a prestar particular atención a la historia preciosista y decadente, en el sentido finisecular, que Dammert ha intitulado con aristocrático acierto «Baile en el jardín». Con el siguiente texto —«Un día de suerte»—, se regresa al orden realista con una historia que, además, se ambienta en tierra extranjera (Texas, Estados Unidos) y es protagonizada por una pareja de cínicos que se encuentran, complementan y oponen, por medio del distanciamiento, a lo largo de la historia. Aquí el éxito y la felicidad penden de una concepción supersticiosa de la realidad: la suerte, y con ello se refuerza las trampas y traiciones de «Batallas perdidas» y «El regalo de Saldívar», en una dimensión superlativa.
Tras «Un día de suerte», una nueva frontera nos despide del realismo para entrar a una ficción fantástica, en el subgénero más desdeñado por los literatos, los críticos e investigadores literarios: la ciencia ficción. Sin duda, «El consuelo de Ángela» es una historia inquietante, que nos acerca a los vaivenes de un futuro incierto y más o menos próximo (algunas generaciones por delante). Dammert nos insinúa personajes monstruosos en su total naturalidad, en un mundo devastado culturalmente por una guerra, al parecer, nuclear.
Con «La espera», Dammert incide en el juego de proyectar una ficción en otra. Se trata de un engranaje cortazariano que se hace patente en la dedicatoria al autor de Rayuela. En este cuento, lo fantástico cobra un pulso intenso, convirtiendo el acto de leer (la lectura) en la metáfora de una experiencia también sujeta a la inexorable ley de que todo, tarde o temprano, concluye o deja de existir.
«Espiral», el sétimo cuento del libro —y, por tanto, el central—, brinda una doble lectura: como texto en sí y como elemento que permite la convergencia de lo anterior (los seis primeros relatos) y lo posterior (los seis siguientes), gracias a la figura de la espiral: la curva plana que da indefinidamente vueltas alrededor de un punto, alejándose de él más en cada una de ellas. Así, la historia puede entenderse como una remota posibilidad que permite la ocurrencia de una gran coincidencia o tratarse de una ficción fantástica con cierto aire feérico. Lo interesante es que, en este punto del libro, ya estamos bastante lejos de una típica colección de cuentos, aunque los personajes, que mantienen un diseño acendrado, continúen mostrándose en su impecable racionalidad, pese a lo que enfrentan.
«Otra oportunidad» insiste en la posibilidad de lo fantástico con cierta atmósfera real maravillosa, en un tira y afloja en el que la razón se resiste a aceptar lo que quiebra —o ensancha— nuestra noción de realidad, hasta que la cordura cede a la tentación de revivir lo que ya no es de este plano terrenal, según el mundo prefijado por Euclides, Descartes y Vargas Llosa.
En «Con pasión», noveno relato de Batallas perdidas, más allá del obvio juego verbal, Dammert plantea un quiebre semejante al que hay entre «Un día de suerte» y «El consuelo de Ángela», cuarto y quinto relatos, respectivamente. Una glamorosa e incitante rubia nos devuelve a la ficción realista, para enrostrarnos que un cuento se define hasta la última palabra del último renglón del último párrafo, y que esta representación de realidad es capaz de sorprendernos doblemente en dicho remate.
«Princesa» es un texto que, al igual que «Un día de suerte», se ambienta en Estados Unidos, consiguiendo un efectivo equilibrio en la estructura del libro. Pero, a diferencia de su par, con este texto Dammert consigue dar un inusitado giro en su colección de relatos. La pregunta por la belleza es la bisagra que nos permite relacionar planos tan disímiles como incomprensibles. El conflicto por alcanzar el éxito y la felicidad de este relato se resuelve por medio de una respuesta estrictamente ética y estética.
Los tres últimos relatos —«Claustrofobia», «Dirección equivocada» y «Se hace tarde»— ahondan en lo realista, pero con ciertas particularidades insólitas. El encierro opresivo, la búsqueda de la verdad y el tiempo cíclico son tres ejes temáticos que Dammert desarrolla en sus cuentos finales para consumar contundentemente Batallas perdidas. Cada uno de los protagonistas de estos tres cuentos son limeños acomodados e inconformes, a su manera, de la realidad que se levanta ante ellos, materialidad que luce una perfección sustentada en efectivo maquillaje. Pero no se trata de un inconformismo que deviene de analizar la estructura social limeña o nacional. Es más bien un problema estrictamente personal: de una falla en lo individual, de un cortocircuito en las relaciones con los otros, en el hecho de no lograr ser plenamente parte de un colectivo que permita afianzar la identidad y obtener seguridad.
El título Batallas perdidas tiene en el cuento «Se hace tarde» una poderosa reafirmación intertextual de su propuesta y alcance narrativos. En este relato final, el mundo de la imaginación es reemplazado por el de la ciencia (versión fría del éxito y la felicidad), a partir del ejercicio de la física, que cede no ya ante un mundo sino ante un universo gobernado por la imaginación, donde la pregunta por el tiempo reemplaza a la preocupación por la belleza, como ocurre en «Princesa». Se trata de una vuelta al origen, de una refundación de lo fantástico, en el contexto de la vieja lucha razón-pasión, en el que la lógica se flexibiliza para dejar traslucir nuestra esencia creativa y transformadora de lo que nos ha tocado vivir. Dammert cierra el libro con una historia tan maravillosa como dura, para enfatizar su posición ya clara en términos de compromiso literario: para ser verdaderamente exitosos y lograr la felicidad tenemos que perseguir insistentemente nuestros sueños iniciales. En el caso del personaje Ulises de «Se hace tarde», este anhelo tiene la forma de un conejo blanco. Ése es justamente el vector que nos transporta de un lugar a otro, de un mundo posible a uno imposible o impensable o improbable, gracias al azar. De modo que la vuelta a Ítaca, al hogar, para el reencuentro con la esposa e hijo, a la seguridad de la familia, es una historia que se desliza y sugiere después —y entre muchas— batallas perdidas.