En el cuadernillo Playas —sétimo número de la Colección Underwood que dirige Ricardo Sumalavia, desde Burdeos, con el apoyo de Mateo Millones, Joel Anicama, Antonio Tuya, Julio del Valle y Estrella Guerra, en Lima—, el autor, Carlos Calderón Fajardo, muestra su plena condición de narrador que explora a sus anchas y sin obstáculos la continuidad mente-mundo; y patentiza su posición de creador experimentado que hace perfecto uso de la libertad poética —prerrogativa estética no muy difundida— para recrear con soltura desde su entrenada capacidad de observar, imaginar e ir más allá del común de los mortales. Y queda claro, en este díptico, cómo Calderón Fajardo establece sus marcas literarias, y las brinda con la intención de afirmar su posición y desempeño de escritor transversal, en el espacio geográfico de la costa peruana —la playa y el sol en su singularidad literaria—, y de autor suspicaz, ingenioso e inventivo, que respeta la realidad al grado de no hacer un estudio sociológico, no obstante su interés profesional de explicar científica y objetivamente lo que rodea al individuo —y cómo este transforma aquello— o reflexionar denotativamente sobre la estructura y funcionamiento de alguna sociedad humana.
Narradas con un estilo seco y directo —y tramadas desde la metáfora del mar y el símbolo de la arena—, las dos historias de Playas —«Playa Ballena» y «Punta Negra», en ese orden— son una reflexión sobre la vida con la vejez y la muerte como telón de fondo. En estos escenarios, el tiempo —en cuanto transcurso y percepción como experiencia íntima y personal— es el espíritu que articula el cuerpo de los hechos, en cuanto color, textura y temperatura.
En «Playa Ballena», Calderón Fajardo desafía con cierta insistencia al lector. Y también le plantea algunas advertencias. No es una invitación al vacío, a saltar a un pozo sin fondo. Por el contrario, lo lleva a presenciar la resolución de un entredicho, a ser testigo de excepción de un desencuentro entre dos compañeros de letras, dos escritores forjados a la luz —y sombra— del gran José Donoso. Verosímil, aunque incierta, esta historia tiene el extraordinario encanto de involucrar al hipócrita y voyerista lector desde su primera frase, para proponer las vidas paralelas de dos escritores chilenos jóvenes, íntimos en el París de la década de 1960, discípulos del autor de El obsceno pájaro de la noche. Como ocurre, como siempre ocurre en mayor o menor grado —y como bien sabe Calderón Fajardo—, los grandes ideales que unen a las personas en un momento y lugar —coordenadas de la complicidad prístina— pierden, de pronto, a la luz del cambio que implica el flujo del tiempo y las conveniencias e intereses del mercado (aunque este fuera editorial), su intensidad y fuerza. Los grandes ideales se desvanecen, empiezan a perder su luz y tono, hasta ser un buen recuerdo, en contraste con lo que se podría obtener cuando se alcanza la fama o se cuenta con perfil bajo, cuando se logra el éxito o se crea desde el sufrimiento, cuando se consigue el reconocimiento o el ninguneo persiste como segunda piel.
La playa Ballena, el lugar que le da nombre al primer relato, es una suerte de lugar inventado —más onírico que abstracto— para la invención, espacio de una arquitectura narrativa que juega con los abismos de la verdad y las sinuosidades de la imaginación. Allí «coinciden» hasta tres historias literarias, certeramente engranadas para potenciar la explicación de lo misterioso, enigmático e inconcebible: la existencia misma del lugar como epifanía o, más bien, respuesta a una pregunta crucial y dolorosamente definitiva. De acuerdo con una leyenda que el protagonista evoca, el prototipo de la gran ballena blanca de Herman Melville varó en ese lugar, historia fundente que insufla vida al fantasma del cetáceo mítico de las aguas del Pacífico sur, para reavivar una de las historias decimonónicas más fascinantes.
Así, por medio del recurso metaliterario, pero no para enturbiar, sino para obtener un mayor brillo de lo ya brillante, es decir, sin caer en la manía de incrustar el dato erudito solo por cumplir o impresionar, Calderón Fajardo, por el contrario, orquesta un complejo y matizado contexto para explicar con inusitada sencillez filosófica una de las mayores preocupaciones de la humanidad. Lección punzante que se obtiene, en caso del protagonista de «Playa Ballena», a través de la contemplación de un fenómeno tan raro como un rayo verde: el fragor y fulgor de la vida misma, como suspiro de belleza, en la tarde de la existencia, refractado desde un gran cuerpo —¿acaso la humanidad toda?— en galopante corrupción.
En «Playa Ballena» el autor nos conduce hacia los acantilados de la fe, pero de la más difícil de lograr, o sea, la forjada en el plano terrenal, lejos de los fueros de la superstición o del temor a la ira divina, la dada entre individuos, para ofrecer una lectura estrictamente literaria de lo que es la amistad y hasta dónde puede llegar este afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato.
Desde otra ribera, «Punta Negra» hurga con el mismo estilo de «Playa Ballena» —seco y directo en su mayor parte—, pero con el ritmo propio de una historia que se distiende y ajusta hacia un desenlace que si bien no es sorpresivo impresiona tanto por su hechura como por su contundencia. Estamos ante la pérdida y el duelo que esta supone, según Calderón Fajardo. Ante la muerte en una devastadora y cruda versión, que no cae en lo cursi ni resbala en el sentido obvio o la salida ramplona.
Al igual que en «Playa Ballena», el autor emplea la estrategia del recurso metaliterario, y desde la primera frase, con una cita del israelí Amos Oz, la cual va cobrando un sentido más vasto a medida que se reitera con ciertas variantes, hasta el punto final del cuento. Esta apariencia cíclica de «Punta Negra» es solo eso: aspecto, fachada, traza, pues el texto se afirma en una linealidad que es memoria en marea, recuerdo en flujo y reflujo, evocación en vaivén, y, por tal carácter, da espacio al contrapunto reflexivo sobre la juventud perdida y la vejez que acerca cada vez más al sujeto a la inminencia de la muerte.
El luto es un signo exterior de pena en atuendos, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona. El duelo —del vocablo latino dŏlus (dolor)— es fundamentalmente lástima o aflicción, y en una segunda acepción encierra al conjunto de demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento que se tiene por la muerte de alguien. Respecto al primer término, conviene precisar que el Diccionario de la Lengua Española refiere que el color del luto en los pueblos occidentales es el negro, detalle oportuno para releer el nombre del conocido balneario al sur de Lima —Punta Negra— y advertir el aspecto nefasto y doloroso que implica este topónimo. Pero dicha playa —Punta Negra— es tan solo, como se puede presumir, la punta del iceberg. Calderón Fajardo utiliza apenas algunas pinceladas descriptivas para enfatizar el misterio de lo que no está expuesto a la vista del lector-espectador, lo que esconde el mar como materia natural, metáfora literaria y símbolo ancestral: «La ola, después de llegar a la orilla, regresa y subterráneamente une su fuerza con la siguiente ola que viene. Las corrientes se mezclan, son impredecibles cuando hay marea alta». [Las cursivas son mías.] Esta explicación, colocada en el centro del texto —y en un momento clave del desarrollo de la historia—, sirve para decodificar lo anteriormente narrado, a fin de asumir los siguientes párrafos desde la perspectiva de la anunciada fuerza subterránea. Así, mar y texto, más que una igualdad, son un continuum en la mente de Calderón Fajardo.
Como se puede inferir, el cuento «Punta Negra» nos obliga a establecer ciertas sutilezas semánticas. Así como existe una tenue diferencia entre vislumbrar y entrever lo oculto, en el ámbito de la distinción entre luto y duelo respecto a «las aguas cubren el mar» (frase de arranque) y «el mar bajo las aguas» (frase de remate), se descubre, tras seguir el proceso de asumir la pérdida del ser amado, el alfa y el omega de una serpiente que ondula con cierta linealidad, en vez de morderse la cola como el famoso ouroboros —ofidio emblemático de la Antigüedad, que expresa la unidad de todas las cosas, que nunca desaparecen sino cambian de forma en un ciclo eterno de destrucción y nueva creación—, no obstante la connotación cíclica de olas y resacas que inunda el texto.
El mar, después de todo, imagen de muerte y figura de memoria, en manos de Calderón Fajardo, es un lugar que se inventa a medida que se le disfruta o se le teme o se le mira. Y Playas —austero, costero y, por tanto, certero título— es una doble mirada ofrecida con talento e inteligencia, para recordarnos que la literatura puede hacer mejores personas a los lectores ante las adversidades de la existencia, pero no necesariamente a quienes la cultivan. Punzante verdad que Calderón Fajardo no duda en enrostrar a unos y a otros desde su bien ganada y prominente orilla, su trono como rey de las playas.