lunes, 3 de agosto de 2009

Carlos Calderón Fajardo. Antología íntima. 40 años de historias. Casatomada. Lima, 2009. 357 pp.

Hay escritores buenos y hay escritores con buen marketing. Hay escritores que solo les preocupa escribir y hay escritores que solo les interesa lo que se escribe sobre ellos. Hay escritores que viven para escribir libremente, y hay escritores que viven engrilletados a las fórmulas de «éxito», según los estudios de mercado de las grandes editoriales. Después de leer Antología íntima: 40 años de historias, reciente publicación de Casatomada, queda claro, muy claro, qué clase de escritor es Carlos Calderón Fajardo, pues su selección personal —veintisiete cuentos publicados entre 1969 y 2009— habla perfectamente bien de su calidad humana y literaria.

Esta selección personal de Calderón Fajardo es más, mucho más, que una mera agrupación —ordenada cronológicamente— de cuentos. Es, sobre todo, una muestra en la que el lector advertirá el manejo sobrio y maduro con que este autor consigue simbolizar los momentos pico de la existencia, es decir, dar cuenta y desentrañar lo inenarrable, para poner al alcance de quien se hace cómplice de estas veintisiete historias extraordinarias una verdad que no termina de herir, deslumbrar o complacer.

Las aguas sobre el mar. Hay un mundo en movimiento que, en cada relato de Antología íntima: 40 años de historias, significa más que la suma de cuatro décadas de escritura creativa. Un mundo aparentemente calmo, pero en un constante devenir y cuestionamiento, en buena cuenta por el flujo de sus incesantes corrientes subterráneas. Es el mar, es París —bella o puerca—, es la historia que cada personaje acarrea y se manifiesta como una sombra. Es el claroscuro o la ausencia de color propiciada por la mano izquierda de Dios. Son también los ángeles que se confunden con los mortales. Ángeles caídos que compiten en gracia y desgracia con los mortales que se creen divinos, hasta que llega la enfermedad, el deterioro, la miseria, el olvido y la muerte. Es la medusa onírica y ondulante del hombre que mira el mar. Son las historias metafóricas de dos amigos que dialogan epistolarmente mientras van dejando de ser amigos. Es el enorme fantasma varado e iridiscente de Moby Dick en una playa de Tumbes durante una inacabable puesta de sol. Es el viaje con o sin retorno. Es la casa que cambia de lugar en el desierto en el fragor de una invasión para convertirse en espejismo. Es una fotografía. Es un cuadro. Una iguana que muta quietamente. Un puma muerto y sucesivamente muerto por pestañear en cada versión pictórica. Una historia que se repite y en la que el héroe de los mil y un rostros en una idéntica cantidad de noches es el cambio puro y mismo, en correspondencia con una constelación de contracaras. El mar cubierto por agua.

Perdón y culpa, o viceversa. Dios se va, desaparece en la puerta de la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, en el Barrio Latino, y se olvida de un hombre y de todos los hombres. El hombre expulsado del Paraíso. Este y otros son personajes dantescos sin Dios, sin amparo, sin posibilidad de Cielo ni Infierno, solo tienen la miseria de este mundo, un limbo doloroso, que no llega ni a Purgatorio. Personajes con culpa, pero vitales, obstinados, intensos e insistentes en su felicidad. Felicidad, por cierto, sin edulcorantes, ni esperanza en cápsulas de autoayuda, porque es la historia contada y vuelta a contar del arrepentimiento tardío, del espacio profano en conflicto con el sagrado; del ámbito mundano pulseando con el mundo literario o la interpretación artística; del esteticismo escéptico en pugna con la sacra denuncia social. Es el silencio como penitencia y el aullido casi inhumano como epifanía. De la confesión del padre al hijo. De vivir el mismo día lunes por siempre, fantástica o esquizofrénicamente, hasta la consumación del tiempo. La redención del héroe disfrazado de verdugo, del verdugo encarnado en un filósofo que relee a Bertrand Russell y el Tractatus de Wittgenstein. La cruz del catchascanista, del cura subversivo, de los cazadores del puma, del escritor exitoso, de la mujer vampiro que sueña con un piano. Y ninguno, a falta de divinidad, puede caminar sobre las aguas que cubren el mar.

El mar bajo las aguas. Así bien pudo titularse esta selección personal de Calderón Fajardo. No, no es una frase absurda, disparatada ni antojadiza. Se trata de la última frase del libro y le pertenece, en realidad literaria, a Amos Oz, como Calderón Fajardo lo explica al inicio del cuento omega de Antología íntima: 40 años de historias, titulado «Punta Negra», que es, sin lugar a dudas, la punta de un iceberg. Con esta frase tan inasible se podría resumir la estética del autor. Con estas cinco palabras se podrían abrir varias puertas que nos ofrece la narrativa aquí presentada por Calderón Fajardo. Pero ¿qué quiere decir puntualmente el autor con aquello de el mar sobre las aguas? Si se desea una respuesta satisfactoria, he aquí lo que escribió exactamente Amos Oz: «No hay salida: como las aguas que cubren el mar». Y en este contexto de encierro, Calderón Fajardo reescribe: «las aguas cubren el mar»; para concluir, con una vuelta de tuerca a lo Henry James, al final del cuento: «el mar bajo las aguas».

Este es el hilo que hay que seguir. Pero no es un hilo para salir o escapar sino para entrar aun más en los mecanismos de ficción que articulan esta colección de veintisiete cuentos. Esta entrada, de otra parte, implica hurgar en la geografía urdida ex profeso para personajes siempre en el límite de lo posible, de lo real, de lo inexorable. Por ello la imprecisión como un recurso utilizado oportunamente para retomar la cronología de los supuestos hechos. Es, asimismo, el recuento del cuento desde el ahondamiento en la intensidad, la exacerbación de lo simbólico y emblemático, pero descuidando adrede la coherencia interna, el registro fiel, para otorgar a los personajes una plenitud más humana, casi lindante con la contradicción, la paradoja, la tautología; una realidad que se fragmenta, disgrega y difumina en diversos registros y versiones. No se trata pues de reflejar un realismo irreflexivo; lo que el autor busca es atender con fidelidad la vastedad de la realidad —o, mejor dicho, la vasta realidad—, que abarca también lo subjetivo, el recuerdo borroso, el arrepentimiento, el afán por corregir el detalle trunco o descolorido, para redefinir lo cierto y lo verosímil sin caer en las trampas filosóficas de la verdad. Tal es lo que sucede en mayor o menor grado en los relatos de Antología íntima: 40 años de historias, pero sobre todo en los cuentos «Cartas a una novia lejana», «Suicidio de amor», «Historia de Magaly» y «El abuelo argentino». En estos textos lo acontecido es materia en constante devenir y metamorfosis, pues la memoria que organiza el orden de los hechos sigue una lógica no cartesiana, una secuencia regida a una verdad mayor, que no cede al esquema del relato clásico, esquemático y previsible. En estos cuentos lo que se cuenta no es necesariamente lo que ocurre ni es cerradamente lo supuesto. Los hechos están sujetos a una nueva versión y cada versión cuenta potencialmente, como resulta obvio, con diversas lecturas.

¿Qué es el agua? ¿Qué es el mar? Estas preguntas son más que pertinentes en las dimensiones humana, geográfica y literaria de Calderón Fajardo. No hay que olvidar que este escritor nació en Puno, y si bien una localidad de esta región lo convirtió hace algún tiempo en su hijo predilecto, lo cierto es que Calderón Fajardo es un hombre de la costa, que ha crecido en la aridez del desierto peruano, frente al mar, observando las mareas, contemplando las olas, descubriendo el misterio de la espuma de los días. Seguramente, desde su niñez, en la costa norte peruana, las primeras respuestas a las grandes preguntas que uno se formula ante ciertos paisajes naturales se ven reflejadas en Antología íntima: 40 años de historias. En ese entonces, quizá por ciencia infusa, Calderón Fajardo, vistiendo pantalón corto, comprendió la sustancial diferencia entre agua y mar, así como las complejas relaciones, en el plano de lo simbólico, de estos dos conceptos aparentemente sinónimos. Pero la literatura hecha por los buenos escritores no es la simple y mecánica traslación o registro de lo que ocurre en la realidad sobre el papel. Para que una historia se convierta en materia literaria debe ponerse en juego un proceso de simbolización que articula personajes, tiempos, lugares y acciones con otros elementos de materia muy singular y subjetiva que tienen el poder de convertir lo banal en trascendente y lo cotidiano en elevado y universal. Tampoco hay que perder de vista el manejo teórico de la composición de un cuento. Con un estilo muy particular, Calderón Fajardo ha seleccionado, ejerciendo plenamente su libre albedrío, este collar de verdaderas piedras preciosas, pues algunas brillan por su belleza, y otras deslumbran por su rareza, complejidad, intensidad, color y dureza. Pero en todas sobresale la maestría con que este escritor seduce con un obvio y figurado conflicto (el agua), para ocultar o exaltar una verdad casi siempre en los límites del entendimiento o la emoción común (el mar).

Y no obstante de que hay escritores con buen marketing, a los que solo les interesa lo que se escribe sobre ellos, y que viven esclavizados por las grandes editoriales, los buenos lectores, aquellos que no se conforman con papilla literaria ni se dejan subyugar por la publicidad engañosa de los certámenes que premian cualquier cosa, menos la calidad, tendrán siempre como opción hallar por convicción, testarudez o azar títulos como Antología íntima: 40 años de historias para sumergirse en el mar y no conformarse con chapotear sobre un reluciente y nada profundo charco de agua.