lunes, 5 de octubre de 2009

Nicolás Casariego. Lo siento, la suma de los colores da negro. Ediciones Destino. Barcelona, 2007. 256 pp.

Nicolás Casariego es un experto en secretos, un especialista en guiños, un entendido en símbolos y sugerencias. Esa es, de hecho, la sensación que deja la lectura de su colección de cuentos Lo siento, la suma de los colores da negro, publicada hace dos años por el sello español Ediciones Destino. No cabe duda que lo suyo, más que el dominio de la escritura, es la pasión por la arquitectura literaria, pues en sus relatos hay mucho de conocimiento humano, pero en función de la urdimbre y los vínculos que subyacen a las obvias relaciones entre las personas, sobre todo por parentesco.


El título —críptico y misterioso— no es, como generalmente ocurre con los libros de cuentos, el nombre del relato final o el más extenso o el particularmente complejo o el representativo o el más vendedor. (En realidad los títulos de los veinte textos son bastante simples y descriptivos, es decir, todos atienden a la fórmula existencialista «artículo más sustantivo», lo cual contrasta notablemente con el del conjunto.) Lo siento, la suma de los colores da negro proviene de un diálogo del tercer cuento, «La cita», y alude, sin duda, al espíritu familiar del libro. Se trata exactamente de la respuesta que recibe la protagonista de dicha historia cuando, al intentar hurgar en la vida de su enigmático padre, termina siempre defendiéndolo.


La protagonista explica del siguiente modo tal aseveración cromática: «Así, tía Luisa daba a entender que la vida era triste, y la gente malvada, y que no me debía extrañar demasiado la baja catadura moral de mi padre. Supe que aquello lo había sacado de un cursillo de dibujo al que acudió con su inseparable hermana, y que se refería a la mezcla de tintas o pinturas de los colores sustractivos primarios, cian, magenta y amarillo, que daban como resultado el negro. No mejoró su opinión del mundo ni de mi padre cuando le expliqué a mi tía que en el caso de las luces, si mezclamos los colores primarios aditivos, rojo, azul y verde, da blanco».


Por tanto, la respuesta, no obstante la optimista refutación, perdura y «ennegrece» metafóricamente al conjunto. Y la amable excusa «lo siento» termina siendo una desvergonzada imposición de una oscura realidad.


Casariego ha diseñado el libro como un viaje por el laberinto familiar. La figura del padre como héroe se plantea en el primer cuento («La aventura») con notable efecto en los textos subsiguientes. El primer relato cumple la función de introducir al lector a un mundo en franca desmitificación, pero que aún deja cierto espacio para la acción heroica. Partida que se relaciona páginas más adelante, en el vigésimo texto («El jardín»), tras otra andanza cuya «lección» es tan punzante como ambigua: «Ya aprendería que no hay aventura pequeña».


No deja de inquietar la relación entre el primero y el vigésimo cuento. Casariego los vincula con un brochazo muy colorido, uniendo además el tiempo del ciclo heroico con el del Paraíso, aquella reserva de felicidad perdida por la velocidad del mundo, en conflicto con la vida en ciudad, donde está prohibido detenerse para pensar y gozar. Asimismo, aparte de sugerir esta relación otros posibles vasos comunicantes entre los demás cuentos, el autor enfatiza la valoración del niño inteligente y del anciano sabio, dos cabos de una misma historia que simboliza muy bellamente el drama del hombre cada vez más privado —o alejado— de su propia naturaleza.


Entre el padre y el hijo, el alfa y el omega como protagonistas y símbolos textuales, Casariego ofrece un amplio universo de personajes, temas y situaciones —mezcla de acciones y escenarios—. Este amplio abanico que denota un profundo conocimiento del arte de la palabra, pero, sobre todo, de las personas de carne y hueso, permite apreciar los límites del amor —quizás el sentimiento más complejo y difícil de comprender—, y las posibilidades de la capacidad del individuo para adaptarse a situaciones nuevas o cambiantes, como la moda o la muerte.


Casariego se expresa a sus anchas en el vasto idioma de lo latente, implícito y velado. Su prosa rehúye lo obvio, para concentrarse en la minuciosidad del detalle, en diversos referentes que enriquecen y potencian el nivel metafórico de sus relatos, sin que ello ponga en riesgo el disfrute de un lector poco entrenado o distraído. El autor, está claro, no requiere de artificio narrativo alguno para enganchar o atrapar. Y si echa mano de técnicas narrativas, lo hace para enfatizar la riqueza de la historia, pero jamás para atiborrar o amedrentar al lector ni, mucho menos, para golpear la autoestima de este.


Tal es lo que ocurre, por ejemplo, en el cuento «El funeral», el sexto relato del libro, en el que se plantea un muy efectivo contrapunto que marca dos tiempos más o menos sucesivos. Por contraste, se descubrirá no solo una diferencia de matiz —para emplear una figura cromática acorde con el título del libro— sino el abismo que separa los intereses de dos sensibilidades que parecían compatibles entre sí. La historia de este relato es resuelta por Casariego con un inconfundible sello: un remate en cascada que desglosa o fragmenta, en tres o cuatro frases contundentes, la contradictoria naturaleza humana, tan difícil de orientar en uno u otro sentido si se emplea un típico final, tan dificultoso de definir como conclusión o término sin aristas ni quiebres ni pliegues.


Cerca de las tres cuartas partes de los cuentos de Lo siento, la suma de los colores da negro presentan este remate tan singular. Y, sin ninguna duda, a fin de que este recurso tan expresivo sea tal cosa y no un vicio o suerte de muletilla narrativa, Casariego crea un ritmo que separa muy claramente la colección en cinco partes. Entre los cuentos que no emplean el recurso del remate en cascada, se tiene «El informe» y «La redacción». Ambos, emulando la composición a pedido (el primero escrito por un detective privado, el segundo, por un escolar), se formulan siguiendo dosis muy irónicas de verosimilitud. Y en ambos, por el género mismo que imitan, Casariego no se permite la licencia de rematarlos con su sello. Sin embargo, con ellos consigue hurgar, con cierta ingenuidad y morbo, en espacios donde los códigos y el protocolo son fundamentales para la supervivencia.


«El libro» y «El periódico» son otros dos cuentos con finales típicos. Y ambos, también coincidentemente, se ocupan del poder transformador de dos objetos cuyo fin es proveer información por medio de la lectura. ¿Casariego propone alguna metáfora alrededor de la palabra escrita? Sin ninguna duda, sí. Pero es un sí con bemoles, pues el libro es un libro de autoayuda, y el periódico es solo eso: un periódico, es decir, un objeto preciadísimo a cierta hora del día, que luego pierde su valor. A partir de esto, lo que Casariego parece exponer es el exagerado culto a la palabra fútil y banal, creando cierta paridad con los cuentos «El informe» y «La redacción», más allá de cómo acaben estos y aquellos.


Quizá los cuentos contiguos «Interiores» y «La guía», junto con los ya mencionados «La aventura» y «El jardín», sean los cuentos más sobresalientes de Lo siento, la suma de los colores da negro. Con «Interiores», Casariego demuestra que, además de ser un muy buen escritor, es un extraordinario observador de su entorno, con lo cual se proclama como un autor que difícilmente traicionaría sus propósitos estéticos. El manejo del tema de «Interiores» redunda en la estética misma del libro. Lejos de la parafernalia y muy cerca de las formas más simples de lo auténtico e inalienable, este relato irradia un gran aliento de reafirmación del ámbito personal, donde ser y parecer es una rima con resonancias en la existencia misma si se quiere ser verdaderamente feliz. Pero Casariego es enemigo de las moralejas: en el caso de «Interiores» la felicidad tiene el disfraz de la venganza, satisfacción políticamente repudiable que, sin embargo, como reza el dicho, es un plato que se sirve frío… y llena bien.


Por el cuento «La guía» se recuerda que existe un país llamado Paraguay, con más bondades que la central hidroeléctrica de Itaipú, la más grande del mundo. Por el mismo cuento comprendemos también que la vejez es un espacio en el que no necesariamente el hombre se rinde ante la inminente muerte. Así, Paraguay, aparte de convertirse en un vocablo con un creciente número de acepciones, se va construyendo, misterio tras misterio —y por medio de una guía del país— en un lugar de reconstrucción emocional cuando todo parece estar perdido, en la última posibilidad de ser verdaderamente libre. Extraña lección que Casariego pone en nuestro horizonte para alcanzar una forma de inmortalidad.


Lo siento, la suma de los colores da negro es una particular y aguda operación aritmética de veinte relatos que tienen la virtud de enraizarse entre sí, y que gracias a su prolija factura resulta una propuesta narrativa cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales. No es, como se puede deducir, una simple suma para lograr un resultado único o certero o correcto. Casariego nos demuestra con esta obra que el resultado da negro, pero podría dar también blanco —como asegura la protagonista de «La cita»— o diversas gradaciones del gris como queda sobreentendido en gran parte de los cuentos. Como es la vida o como suelen ser las relaciones entre las personas.