jueves, 27 de mayo de 2010

Augusto Effio. Dos árboles. Colección Underwood, Lima, 2010. 24 pp.

Sin mayores artificios narrativos, Augusto Effio ha urdido, con hilos procedentes de ancestrales cosmovisiones, «Dos árboles» (Colección Underwood, Lima, 2010), cuento en seis partes con una coda-epígrafe que agrega pertinente dosis de sustancia metafórica a un entramado de extraordinaria arquitectura simbólica.

Desde el título, Effio, más que sugerir un tema, propone la doctrina filosófica del dualismo, visión del mundo enraizada en la cultura andina (en la que hanan y hurin son más que un dúo que distingue arriba de abajo) y en otras civilizaciones milenarias como la china (donde el yin y el yang constituyen nada menos que el principio del orden universal). En esta perspectiva, «Dos árboles» es la historia de una pareja heterosexual, es decir, de una unidad constituida por contrarios que se complementan, que se unen, primero, por medio de un sentimiento (el amor) y, después, mediante un contrato social (el matrimonio).

En la tradición literaria, encontramos que el matrimonio suele ser la coronación del amor, hecho que coincide con el final de la historia que se cuenta. Esto es así porque la institución del matrimonio, desde aquella visión, es el llamado ritual al orden tanto en el plano material como espiritual. Incluso la fórmula feérica que se añade como remate tras la boda —«y fueron felices comiendo perdices»— no es un pueril verso con rima interna que suena bien… es, sobre todo, un profundo deseo sujeto a un propósito superior.

Pero desde el mito judeocristiano de Adán y Eva se sabe que las cosas no son fáciles para las personas que se tienen la una para la otra y viceversa. Las parejas, como lo demuestra cualquier telenovela latinoamericana, pasan por pruebas y etapas, y deben sobreponerse a la tentación, la duda, la traición, el arrepentimiento, la maldición, la expulsión y la pérdida. El mito que cuenta Platón por medio del dramaturgo Aristófanes en el diálogo El banquete no es menos interesante que el de la pareja adánica en el paraíso. Según el cómico Aristófanes, en el diálogo platónico, seres redondos y altaneros fueron separados, divididos, partidos en dos, dando lugar a muchas medias naranjas en busca de su otra parte, su correspondiente alma gemela, a fin de completarse, de ser plenos y felices. Tanto una como otra leyenda plantean aspirar a la unidad, a la común unión de dos seres como culminación de una búsqueda e inicio de una nueva vida en conjunto, aunque los hechos no resulten tan felices ni las perdices tan apetecibles.

Con estos conceptos y leyendas como telón de fondo, Effio empieza el relato de «Dos árboles» con un amorío que rápidamente, en términos narrativos, culmina en un matrimonio. En el último párrafo de la primera parte se lee: «... llamé a mi madre para decirle que me casaba. Ella no se dio por enterada y siguió hablándome» (p. 8), y, pocas líneas después, el autor plantea: «Ninguno de nuestros parientes asistió al matrimonio austero pero vehemente que el presupuesto de estudiantes nos permitió improvisar. Fue una lástima que mi padre no nos viera prescindir del vals y la disposición de los invitados cuando sonaron los primeros repiques de un Si supieras amore» (p. 8).

De acuerdo con la tradición literaria, el matrimonio es generalmente un motivo de celebración y alegría o, a algunas veces, de ofuscación y disgusto, pero jamás de indiferencia y desinterés. Esta trasgresión al código es una primera llamada de atención al conflicto que «Dos árboles», como lo hace tarde o temprano todo relato, va revelando al lector. A esta señal, se suma otra: la segunda llamada de atención se expone en los primeros párrafos de la siguiente parte: «… estos males eran insignificantes, sin duda, comparados con el despeñadero de silencio al que uno debía asomarse si quería entrar en contacto con Isabel» (p. 9).

En efecto, Isabel, la joven esposa, que justamente comenzó a existir ante el narrador-personaje —el esposo— por su vitalidad discursiva salpimentada por referencias a flores, frutos y plantas, árboles, huertos y jardines, y más allá de esto, por proceder del mismo terruño, la provincia, empieza su misterioso alejamiento de todo aquello que ella amaba: su esposo, su profesión, sus sueños. Alejamiento que deviene en ensimismamiento y morbosa manía por desaparecer.

Lejos de que el regreso de la pareja a la provincia redundara en la consecución de la felicidad, todo se quiebra y deteriora. El misterio de las desapariciones de Isabel se esclarece hacia la mitad del relato, a partir de un hecho por demás verosímil dado el contexto: un chisme de pueblo. ¿Adónde iba Isabel? Pues nada menos que a unas ruinas, donde permanecía gran parte del día, y de la que regresaba mojada, empapada por la lluvia.

Conviene precisar que el agua, manifestada como lluvia, arroyo o manantial, es un elemento particularmente referido en «Dos árboles». La primera referencia significativa está incrustada en una explicación de Isabel: «es que estoy harta de vivir en un lugar donde jamás llueve como debe ser, hasta mojarte los huesos» (p. 11). Con esta frase, Isabel no solo manifiesta que quiere dejar la ciudad y volver a su terruño, sino que expone claramente el hartazgo de vivir en un lugar donde no llueve como ella lo desea y necesita. La segunda referencia es una sanción materna al narrador-personaje: «te lo tienes merecido por ir tan lejos a tomar agua de tu propio arroyo» (p. 13). Un reproche que hiere al esposo por haber sido el último en enterarse de que Isabel pasaba la mayor parte del día y, a veces, de la noche, recorriendo las ruinas.

La tercera referencia tiene un hálito muy especial, pues se produce en un momento prominente del relato, al grado de explicar el título y confirmar la sospecha de que los dos árboles son una simbolización de la pareja de esposos. El narrador-personaje, invitado por Isabel, va a las ruinas, y llega a un paraje llamado «explanada de los dos árboles» (p. 16): dos arbustos encorvados de troncos secos y cavernosos. Líneas más adelante, el narrador-personaje cuenta que Isabel le relató al oído el mito que supuestamente explica el origen del primer hombre y la primera mujer de sus antepasados. «Me dijo que ambos nacieron del manantial que brotaba, precisamente, del espacio que separa a los dos árboles. Al hablar del manantial, hizo una pausa y estiró las manos con los ojos cerrados, como para que yo pudiera escuchar el rumor del agua brotando milagrosamente de la tierra» (p. 17).

Lluvia, arroyo y manantial —cielo, superficie y entraña terrestre—, como una continuidad que fluye hacia una revelación dolorosa, un fruto no deseado y de infaustos alcances que explica el errático comportamiento de Isabel.

El paraíso, según Effio, tan presente como invisible, pero no por ello inmaterial o inexistente, se puede descubrir más cerca de lo que podemos imaginar. En el caso de Isabel y su esposo (el narrador-personaje), fue inicialmente una revelación solo para ella bajo la forma de unas ruinas que albergaban dos vetustos árboles. Estos, reflejo de ambos, acaso evocaciones de los dos míticos árboles especiales del edén —el árbol de la ciencia del bien y del mal, y el árbol de la vida—, son alimentados desde siglos por el agua simbólica del manantial.

No es extraño que al narrador-personaje carezca de un nombre en esta historia. (Adán, hay que precisar, en un malévolo anagrama, leyendo el nombre de derecha a izquierda, es Nada, o sea, peor que Nadie ante las sirenas tentadoras.) En los paraísos rigen extrañas leyes, ordenanzas y mandatos, las prohibiciones abundan, pues el frágil equilibrio de tal armonía es muy fácil de romper o alterar. Sin duda, el mayor atentado contra cualquier paraíso es negarlo, no verlo o percibirlo solo en su vulgar y ruinosa apariencia. Ante tal trasgresión, la pena es la falta de una identidad, y el único modo de ser perdonado es rechazando las aguas estancadas del olvido.

La última referencia, que coincide con el final del relato, es nuevamente una lluvia, una supuesta mirada al agua que viene del cielo, para renovar desde la concepción mítica, el ciclo del eterno retorno, la vieja promesa del amor. Pero esto es un error de percepción del narrador-personaje, que se mueve en el plano de la historia lineal e irrepetible, pues aquella agua proviene, «en realidad», de las profundidades del tiempo, en la medida que es un manantial que existe para traer recuerdos, para afirmar las convicciones que se creían olvidadas o perdidas, y para reanudar el amor en una próxima espiral (no ciclo) de muerte y renacimiento.

En pocas páginas, Augusto Effio ha contado con sobriedad y elegancia una historia de amor legendaria y contemporánea, en buena cuenta, una historia ancestral y reciente de la humanidad, en la que dos seres trascienden su identidad y existencia para resurgir, gracias al poder de la creación literaria —poder capaz de sintetizar todas las verdades en una sola verdad—, en la esperanza de recobrar el paraíso, que no es otra cosa que el huerto del edén.