lunes, 2 de agosto de 2010

Luis Carlos Mussó. Geometría moral. Cascahuesos Editores, Arequipa, 2010. 64 pp.

En apenas cuatro versos, el cubano Severo Sarduy expone y zanja uno de los mayores conflictos de la humanidad: «No hay silencio / sino / cuando el Otro / habla». Estas ocho palabras son el epígrafe de Geometría moral, poemario del escritor ecuatoriano Luis Carlos Mussó, publicado recientemente por el sello arequipeño Cascahuesos Editores. Y a partir de esta sencilla paradoja en torno al silencio, que sirve de pretexto o, para calzar mejor con el espíritu del libro, de «marco teórico», Mussó llama a las musas y a una retahíla de referencias de muy diversa y variada índole.

Antes de entrar en materia, haré una breve digresión. En la Edad Media, se denominaba cuadrivio al conjunto de las cuatro artes matemáticas, es decir, aritmética, música, geometría y astrología. El cuadrivio, junto con el trivio —la reunión de las tres artes liberales relativas a la elocuencia, o sea, gramática, retórica y dialéctica—, constituía los estudios que impartían las universidades. Esta predisposición a considerar a la geometría como arte aún la cultivan contadas personas, sentido que dista radicalmente de la definición que actualmente impera: «Estudio de las propiedades y de las medidas de las figuras en el plano o en el espacio», según el Diccionario de la lengua española. Hasta aquí el paréntesis.

Tras la lectura del libro —y en línea con la digresión—, queda claro que la geometría es un arte para Mussó. Y lo más probable es que con el adjetivo «moral» se pretenda aludir al conjunto de facultades del espíritu, por contraposición a lo físico. Por tanto, el título estaría llamando la atención a una suerte de arte cuya naturaleza es enfrentarse a lo físico, trascender la materia y ensalzar lo intangible. Un arte que se opone a la moda, a la dictadura del buen gusto, a la democracia de lo cursi y al consenso malnacido de estudios de mercado. El arte, en buena cuenta, de lo incómodo. El único que vale recordar e imitar como inspiración.

Estructurado en cuatro partes, Geometría moral tiene un inicio de ecos edénicos. «El árbol del bien y el mall», la primera parte, agrupa once poemas en prosa que relatan la irrupción de la luz en un mundo que se transforma, en un sistema solar que se resume en un mero punto. Como en el libro del Génesis, la escritura es un hálito invencible, y la línea recta es la base para unir un punto y otro, pero, sobre todo, para urdir una cadena de palabras que aspira a ser la ruta más corta para cimentar certidumbres y enfrentar el silencio, la nada, el vacío. En “Geometría ausente”, quinto poema, se despliega el plano de la sensualidad, que de algún modo había estado contenido en los textos precedentes. Y a partir de aquí el poeta parece no encontrar muro que valga para detener su narración. Todo obstáculo es camino para seguir hurgando en sí mismo hasta desnudar y desanudar lecturas, sueños y fórmulas geométricas. Plantea deseos al cuadrado —«Mi deseo se liga a tu deseo» (pág. 18)— para hallar resultados —rutas de escape— y sobrevivir a sus visiones. Incluso apela a un reloj de arena sin final en esta GRAMÁTICA DE UÑAS. Geometría que evoca al círculo y a la espiral, figuras del eterno retorno, que posteriormente refulgirán como verdaderos delirios. En “Sangre hendida”, sétimo poema, se establece un renglón que quizá marque un antes y un después: «Una línea blanca y helada…» (pág. 19). Y poco después (pág. 20) la Geometría (sic) es solo un camino seguro para volver a casa. En “Redondez de la sangre”, noveno poema, aparece el ouróboros (la serpiente que se come su propia cola) como mutación del círculo. Y la geometría continúa hasta pisar los talones de la extraña mezcla que resulta de combinar belleza con tecnología (pág. 22), preámbulo para concluir la primera parte con “Último spleen”, undécimo poema, donde se cifra un verso de Soda Stereo, en el tambor de la muerte que gira como la rueda de la fortuna.

«Tempestad secreta», segunda parte del poemario, acalla los visos bíblicos de la sección precedente para ahondar más en el juego y la extravagancia verbal, quizás el fuero interior del poeta. Mussó conoce bien el idioma español, pues en esta sección lo lleva hasta límites de riesgo por conseguir una máxima expresividad. En “Del mirlo”, primer poema, descolla el tercer párrafo por la intensidad de la paradoja que engasta: «Hay más de trece formas para mirar un mirlo. Yo sé de por lo menos veintisiete. Mis vecinos me hablan de hasta cincuenta y dos» (pág. 27). Asimismo, esta sección muestra una mayor preocupación por la contundencia del remate: «Se declara en huelga el mirlo. No hay más trinos; ninguna otra cicatriz en el cielo» (pág. 28). En “Escorzo”, segundo poema, la exterioridad del poeta —patente en la entrada: «mi imagen y su reflejo» (pág. 29)— se replantea en extrema sensibilidad con el giro del remate: «al ruido terrible que hace una reja al oxidarse» (pág. 30). Este tránsito, en el tercer poema, titulado “Elisión”, pasa a pura visualidad: «Y mi hamaca es un péndulo que pare canciones edulcoradas en parábolas de mimbre» (pág. 31), donde el movimiento en vaivén no solo contribuye a cerrar la afirmación precedente referida a la identidad del narrador sino que aporta como quiebre a la figura circular. Imagen que se recompone con mucho ímpetu —y distancia— en el texto “Anamorfosis”, cuarto poema: «Es cuadrado, triángulo, círculo y óvalo sucesivamente. El triángulo es la más augusta y misteriosa de las figuras, pero la luna al garete, como corifeo de los otros astros, nos es íntima y ajena al mismo tiempo». Mussó delinea el conflicto interior de esta segunda parte en el campo de batalla del legendario ajedrez. En “Jaque”, sexto y último poema de esta sección, una «flecha se dispara y gira en espiral miles de veces antes de llegar a destino, haciendo un túnel de aire labrado en el aire» (pág. 34), para enlazar esta imagen con otra igualmente intensa, pero tamizada por una obvia pero aguda reflexión: «Tras su derrota, la reina no se retira del campo de batalla».

Tras la exploración aparentemente intimista de la segunda sección, Mussó lanza un grito al mundo, pero sostenido en los diez textos que componen la tercera parte del libro: «Canon perpetuo». La palabra alemana Weltanschauung, que traducida al español es cosmovisión o concepción del mundo —como Mussó anota—, es la que da simbólicamente título al primer poema de esta parte. El poeta parece redescubrir los diferentes planos de la realidad tanto humana como poética: «Así como bajo la piel de unas manos, las correctas, vive el deseo de leer en Braille el próximo rostro» (pág. 37) y unas líneas más adelante se trae a colación que, después de todo, el mundo continúa siendo, un lugar para la geometría moral, donde hay planos o sustratos edénicos: «El mundo es un espejo y una página en blanco». Y es desde este orden de cosas que el artista de la palabra va más allá del común de los hombres sin ser necesariamente un sujeto especial: «… la escritura es un espejo que refleja solamente lo que somos y en el que vemos nuestras entrañas (los otros pueden verlas, expuestas como en la carnicería)» (pág. 37). Los siguientes textos de esta parte inciden, en mayor o menor medida, sobre esta base o promontorio que otorga la creación artística y en otros niveles del re-conocimiento humano. Se trata de los nuevos cuadrivios y trivios para interpretar las cumbres y los abismos de la naturaleza humana. Por ejemplo, en “Ars amatoria I”, se habla de que a las palabras les ha dado por zurcir chispas como un pedernal (pág. 39) y en “Ars amatoria II” que una voz establece una diferencia fundamental: la distinción entre la noche y la mañana (pág. 40); en “Cinco coplas” pesa la conciencia poética y desliza la idea de los límites creativos: «¿Cuántos alfileres condenan al verso a no ser perfecto?» (pág. 41); en “La máquina de hacer pájaros” se redescubre la ambigüedad moral de ciertas indicaciones o normas: «Se dilata un susurro que ordena seguir la línea de puntos y no salirse de la raya» (pág. 44); en “Sobre este rock levantaré mi iglesia”, al margen de la pétrea broma evangélica, del mismo tenor que da título a la primera sección («El árbol del bien y el mall»), se llega por misteriosas figuras de la tradición literaria a un muy sugestivo punto final: «La línea continúa en libre caída: sigo perdido, como un arcoíris a medianoche» (pág. 45), que tiene eco en los tres poemas siguientes: “Calentamiento global”, “Sun Tzu” y “Noche & noche, CIA. LTDA”, en los que el argot temático y la conciencia poética son dos caras de una misma moneda.

Geometría moral se cierra con la sección «Texto en ruinas», integrado por once piezas más cercanas al microrrelato que al poema en prosa, es decir, estas ruinas, estos restos de algo grande que fue, quizás aludan también al formato narrativo de lo breve, pequeño y corto. Este arruinamiento tiene cierto resabio a ruindad y mala herencia, incluso sobrevuela cierto hálito a parresia, pero este pesimismo se disipa rápidamente después de la lectura de “Más allá de las cifras está el mundo”, en el que más allá (de los árboles) del bien y el mal, y aun más allá del parecer —la apariencia— está el ser. El poema se muestra como un mal chiste, como un ladrillo fuera de lugar, como una intervención de mal gusto sobre la página en blanco, como una parrafada de seis líneas compuesta solo por ceros y unos sin ton ni son. Pero se trata de un mensaje cifrado en código binario no apto para humanos (pág. 51). Y uno lo lee o, más bien, lo sigue con la vista, no obstante la advertencia del título. Y, en efecto, ahí está nuevamente el mundo, pero ya no como una cosmovisión o concepción de la realidad para iniciados sino como un espacio para aprendices, o sea, seres dispuestos a equivocarse, a sufrir y a morir, mientras continúan confiando en que todo, de pronto, pueda dar un giro para aprender más, amar mejor y sonreír siempre. Con esta entrada, se sigue un derrotero de reflexiones poéticas de muy alto vuelo, hasta aterrizar en los dos poemas finales del libro: “Poética con cajas chinas” y “Corto metraje”. En el penúltimo (pág. 60) se vuelve, de algún modo, al concepto de la geometría moral, pero con un giro inesperado: todo podría ser un invento perverso y monstruoso, incluso el lector y la naturaleza misma del escritor. Así, Mary Shelley, el doctor Frankenstein y su horrenda creatura resultarían ser bebés de pecho. Y nosotros, testigos de todo esto, no somos otra cosa que el reciclamiento de las ruinas sin edificios de la cultura. En “Corto metraje” (pág. 61), último texto del libro, es un relato en clave de guión cinematográfico que retoma el conflicto inicial de la irrupción de la luz. La noche, siempre sucedida por el día, por los siglos de los siglos, es más que un símbolo y una metáfora, es casi una certeza de que todo será para siempre. El día es una nueva oportunidad ante el fracaso, incluso para cometer los mismos errores y «descubrir» el mismo paisaje desmantelado, pero también es el plano ideal para repensar, en correspondencia con el título del libro, en una geometría moral plena, que libere al individuo de la orden de seguir la línea de puntos y no salirse de la raya.