Casi tan tirano como el tiempo —el histórico y el personal—, el espacio suele también ser déspota y atropellador. Hace unas semanas publiqué en Caretas, semanario en el que ejerzo el «ofidio» de reseñador de obras literarias de narrativa y poesía, tuve el disgusto de comentar en solo mil quinientos caracteres con espacio —solo tres párrafos de regular extensión— la cuarta edición de la revista de literatura Tinta expresa, cuyo epicentro giró en torno a la literatura fantástica y ciencia ficción.
En aquella oportunidad, escribí, bajo el título «Todas las tintas» y la subjetiva aclaración «Publicación literaria ahonda en diversas rutas de la ficción fantástica», la siguiente reseña:
«Dirigida por Elton Honores, Álex Morillo y Carlos Capellino, Tinta expresa ofrece, en su reciente cuarta edición, aparte de los interesantes temas en los que suelen ahondar las publicaciones de milagrosa aparición, oportunos aportes que amplían el horizonte literario nacional. Sin duda, uno de estos es el dossier José B. Adolph, preparado por Honores, el cual está precedido por cuatro textos que examinan diferentes aspectos de la siempre cautivante obra de este escritor que nació alemán y murió peruano.
«Pero la denominada sección Epicentro, dedicada a la literatura fantástica y ciencia ficción, brinda también agudas lecturas a la producción de la chilena María Soledad Quiroga, la mexicana Elena Garro, los peruanos Clemente Palma y Felipe Buendía —además de Adolph—, y diversos escritores brasileños cultores de la ficción cyberpunk, como Fausto Fawcett y Guilherme Kujawski. Estos documentos, que refrescan rutas no muy transitadas, son aportes provenientes de variadas canteras universitarias.
«Al margen de la sección dedicada a la creación literaria —Nómade Verba—, que trae más de una sorpresa, las primeras páginas de Tinta expresa están dedicadas a investigaciones literarias de diversos cauces y fuentes. Descolla el exquisito trabajo titulado «Tod Browning, un director freak» de Javier de Taboada, pero tampoco es posible soslayar la entrevista que Eduardo Huaytán y Edwin Canaza le hicieron a Martin Lienhard, cuyo sugestivo título es «Los textos híbridos no pueden formar tradición».
Gracias a la gentil invitación de Elton Honores, esta noche tendré la oportunidad de ir más allá de las diecinueve palabras que dediqué a Nómade Verba el 3 de junio en Caretas, y lamentar no poder referirme a la totalidad de Tinta expresa número cuatro para no pecar de iluso y elusivo, pues, como reza el popular refrán, quien mucho abarca, poco aprieta. Incluso, para efectos prácticos, restringiré mi presentación a los textos en prosa de esta sección dedicada a la difusión de la escritura creativa.
Con la estrella de lo fantástico como sur literario, los directores de Tinta expresa seleccionaron los siguientes relatos: «Brevísima crónica» de César Silva Santisteban, «Duérmete niño» de Stuart Flores Herrera, «Los pinos transparentes» de Pedro Espinoza, «Variaciones dentro del tranvía» y «Decepción» de Ricardo Sumalavia, «Un señor muy lindo con unas alas deformes» de Pablo Nicoli, «El aparato» de Carlos Calderón Fajardo, «Receta de Igor para fabricar personajes» de José Donayre, «Fotógrafo impertinente» de Carlos Meneses, «Ladridos» y «Hay mitos» de Carlos Enrique Saldívar, «Entre pisos» de Raúl Quiroz, y «El campanero» de Gregorio Torres. Es decir, seleccionaron trece textos de once autores.
Para empezar, cometeré una gruesa infidencia. «Brevísima crónica» de César Silva Santisteban es, palabras más, palabras menos, «La virgen de los rosarios», cuento con el que obtuvo una mención honrosa en la XV Bienal de Cuento «Premio Copé Internacional 2008». Por cuestiones laborales, aquí va mi indiscreción; fui testigo de cómo un gran cuento como este se redujo a cenizas de corona de laurel por una cuestión plenamente extraliteraria: ofrecer una interpretación libre de lo que fue, «en realidad ficcional», Isabel Flores de Oliva, alias «Santa Rosa de Lima». Silva Santisteban cuenta muy a la limeña, con cierto hálito a tradición palmista y a chisme de peluquería decimonónica, la vida, milagros y muerte de aquella santa: desde la extraña relación con su hermano hasta su conducta histérica y antisocial. Un gran cuento que debió merecer un mayor reconocimiento, pero así resultan las cosas cuando un jurado olvida cuál es el sentido y compromiso de la literatura. El cuento, que supera literariamente la anécdota, tiene la virtud de hacer una plena reconstrucción de época. Silva Santisteban hace un muy buen uso del dato y el hallazgo para erigir una historia verosímil y coherente, en torno a uno de los personajes más famosos del Perú virreinal.
«Duérmete niño» de Stuart Flores Herrera es, más que un relato fantástico, un cuento extraño. En sus primeros párrafos el lector tiene la sensación de que el autor comete todos los errores típicos para construir un relato sostenido. Pero de pronto, ante tantos fracasos relacionados con el abecé del planteamiento de una narración, va surgiendo una duda que luego muta a certeza para asombrar muy positivamente al lector. Escrito en clave onírica, la historia de Flores Herrera es una narración que se apoya en la descripción de cuadros. Los personajes surgen y se yuxtaponen. No queda muy claro quién es quién: cada personaje es mientras le toca el turno de ser. El resto son sombras a la espera de su turno. Y mientras la sucesión de párrafos va definiendo a algunos y desenfocando a otros, aparece el conflicto se convierte en drama. Y queda en el lector esclarecer lo velado en este muy ingenioso relato, antes de ser alcanzado por la Gran Amnesia.
En «Los pinos transparentes» Pedro Espinoza explora los límites de la imaginación desde el bache que se produce entre el registro y la imposibilidad de la lectura. La realidad táctil que descubre el personaje mientras va perdiendo la vista se transforma en la pulsión creadora de una realidad más plena y viva. El final sorpresivo de esta ficción breve subraya el carácter lúdico de lo que el autor sugiere desde la primera línea del texto: el diseño de las mujeres. Hermosa metáfora sobre el misterio que vincula a las experiencias de escribir y de leer. Fascinante ejercicio para trascender desde la superación de la nada a partir de la figura del vacío o la página en blanco.
Muy a su estilo, Ricardo Sumalavia nos obsequia dos piezas breves de impecable factura. «Variaciones dentro del tranvía» es, como su título lo anticipa, un texto donde la reescritura es un recurso narrativo que permite el despegue de la historia sin que el lector se detenga, más de lo necesario, en la anécdota. Sumalavia echa mano a una estructura dialéctica, en la que el remate (la tercera parte) resulta ser una visión nueva que supera cualitativamente el hecho narrado en las primera y segunda partes. Una breve lección que nos lleva a reflexionar sobre la incidencia del punto de vista para la fiabilidad de la percepción de la existencia. Asimismo, en la ficción breve «Decepción», Sumalavia nos demuestra que lo obvio no es necesariamente evidente. Aquí también el punto de vista, ya no cultural, sino geográfico, resulta indispensable para repensar al ser humano como sujeto válido fuera de su ámbito de dominio de la naturaleza.
En «Un señor muy lindo con unas alas deformes», donde la evocación-homenaje a uno de los relatos más celebrados de Gabriel García Márquez es prácticamente una cita, Pablo Nicoli plantea una vuelta de tuerca al tema de la irrupción de los ángeles en nuestra realidad. Como la rosa de Coleridge, aquí la pluma es un rastro o testimonio sobrenatural que le permite al personaje maravillarse de lo sorprendente. Sin embargo, el rastro más fascinante es hallar el nexo entre este relato y el filme alemán El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, protagonizada por dos ángeles. Si bien el remate poético no está a la altura del relato mismo, el autor consigue indagar con un estilo muy particular en aquella ficción fantástica que no concentra su naturaleza perturbadora e inquietante en el final sorpresivo.
Carlos Calderón Fajardo parece no tener límites para inventar, fabular e imaginar. «El aparato», aparte de ser un buen ejemplo de la fértil imaginación de Calderón Fajardo, es un registro en el que el autor asume varios riesgos: extensión breve, final hilarante (casi de humor televisivo) y lenguaje poco poético. Sin embargo, la capacidad literaria de este autor para amasar diversos sustratos y convertir un hecho absurdo en una situación sublime y lírica es digna de los mayores elogios. Con este relato tan poco usual en la narrativa peruana, Calderón Fajardo demuestra sus grandes dotes de narrador todoterreno, y que el conflicto entre dos personajes no está muchas veces en el lugar que indica la teoría ni que el final de un cuento —por más breve que fuera— debe coincidir con la culminación de la historia (humana) que esconde.
«Receta de Igor para fabricar personajes» de José Donayre es, en realidad, el fragmento de una novela inédita de este autor. Esta novela fue recientemente finalista en un concurso nacional. Para ello, el fragmento «Receta de Igor para fabricar personajes» fue eliminado, pues de acuerdo con las bases del certamen, la novela debía ser inédita. Cuando Tinta expresa invitó a José Donayre a participar en la cuarta edición de la revista, el autor no tenía ni por asomo la pretensión de participar en el concurso (por aquel entonces la novela era una extraña nebulosa de unos pocos bytes). Aunque suene ridículo y patético, este autor deberá vivir por el resto de su vida con la idea terrible y contrafáctica de que si no hubiera eliminado dicho fragmento quizás hubiera ganado el concurso.
Llover sobre mojado. Eso es exactamente lo que ocurre en «Fotógrafo impertinente» de Carlos Meneses. En este inquietante relato, Meneses delinea con gran habilidad un mundo extralimitado, donde la lógica de la pesadilla parece gobernar los destinos humanos. El relato, breve y galopante, nos ofrece un mundo al revés, pero todo, hacia el final, cobra sentido, con la revelación de última línea. Lo interesante es la combinación de tipos de ficción: se pasa de un registro fantástico (donde lo imposible se muestra como posible sin que medie justificación alguna) a uno de ciencia ficción (en el que la técnica permite sucesivas trasgresiones a la naturaleza). Así, todo vuelve a su aparente cauce. A un mundo no necesariamente en orden, pero eso no lo sabremos jamás.
Carlos Enrique Saldívar nos ofrece dos textos: «Ladridos» y «Hay mitos». El primero, muy superior al segundo, nos sitúa en una perspectiva bastante particular: la de un perro que piensa como ser humano, aunque lo que espera el lector es que hable. Pero, para efectos de sorpresa, lo interesante es lo que piensa el perro. No queda claro si es una salida improvisada del can o el resultado de una meditada reflexión del mejor amigo del hombre y «de la mujer»; lo cierto es que lo planteado es tan original como turbador e impresionante. En «Hay mitos» ocurre todo lo contrario: el desenlace es previsible, aunque no deja de tener virtudes extraliterarias. En todo caso, por una cuestión de contraste, se intensifica la brillantez de uno y la opacidad de otro.
Diálogos sin acotaciones es, en resumen, lo que ocurre en «Entre pisos» de Raúl Quiroz. Pero se trata de diálogos articulados en torno a un misterio que no se llega a dilucidar por completo, lo que da más luz sobre el carácter sobrenatural de esta historia fantástica. El autor, a lo mucho, traza algunas coordenadas para ubicar al lector en un piso u otro del edificio en el que transcurren los diálogos. Y los personajes, dos parejas de homosexuales (una gay y otra lesbiana), coinciden para desencontrarse a partir de unas voces —a veces sus propias voces— que provienen de un espejo. Extraño cuento que explora la compleja composición de las parejas y su desafortunado reflejo o enfrentamiento entre una y otra.
Por último, Gregorio Torres, en «El campanero», hurga también, como lo hizo Pablo Nicoli, en la figura del ángel. Pero este, a diferencia del otro, propone un personaje aparentemente poco angélico, si nos atenemos al canon estético que los define. Y es pues justamente en este aspecto que se detiene el relato «El campanero», en esbozar un fraude, un impostor. Sin embargo, la historia deviene en un final no muy sorpresivo, cuyo carácter revelador se sostiene en una frase metafórica. De algún modo, la intención del relato está en contrastar la falta de fe de una sociedad supuestamente creyente. Pero esta, superada por una figura verbal que no es otra cosa que el poder de la palabra, produce el prodigio.