La novia de Corinto (El regreso de Sarah Ellen) es una novela doblemente extraña. Mezcla, en perfecto equilibrio, el tema peruano de la guerra interna y el interés «universal» por el vampirismo, pero lo hace a partir de un registro que sin duda decepcionará a los científicos sociales que buscan un ejercicio mimético de lo ocurrido en las nefastas décadas de 1980 y 1990. Y la misma frustración experimentarán los sufridos y lánguidos emos que ven en el vampirismo una exquisita metáfora de lo escatológico. Calderón Fajardo ha hallado en el trasfondo sanguinario de ambos asuntos un vínculo más que simbólico, que radica en la primera parte del título La novia de Corinto (El regreso de Sarah Ellen). En efecto, en 1797, es decir, hace 213 años, Goethe escribe un poema titulado «La novia de Corinto», una historia ambientada en la mencionada ciudad griega en los primeros años del cristianismo. Se trata de un texto que encierra una aguda crítica a la entonces joven religión católica. La protagonista es una vampira y esta es, pues, la bisagra clave que vincula los planos literarios que supone El regreso de Sarah Ellen.
Más que narrar, relatar o contar, Calderón Fajardo reflexiona sobre el pensamiento criminal, o sea, el Pensamiento Gonzales. Indaga sobre la sed de sangre. Hurga alrededor del poder que se consigue a partir del hecho de absorber la energía del otro. Explora los pasos que garantizan una existencia más allá de este mundo físico y del materialismo dialéctico. Y para ello especula a sus anchas sobre el código que regula esta metafísica pagana de colmillos largos.
A decir verdad, el Perú es un particular caldo de cultivo para esta clase de historias. Este país es, en realidad, muy proclive a las manifestaciones vampíricas. Se habla mucho del príncipe rumano Vlad Dracul, «sinistro» personaje del siglo XV, pero se olvida que Atahualpa, inca del siglo XVI, tenía más «méritos» sanguinarios que aquel: con un sorbete de oro bebía chicha del cráneo de sus enemigos y usaba una hermosa capa hecha nada menos que con alas de murciélago como ha quedado registrado en crónicas de la época. Detalle que ni a Bram Stocker ni a su famoso copiador, F.W. Murnau, se les ocurrió emplear.
No es de extrañar que esta proclividad a lo vampírico haya desatado, hacia 1993 —los años finales y más crueles de la guerra interna—, un fenómeno tan emblemático como el regreso mediático de Sarah Ellen, quien supuestamente iba a resucitar ochenta años después de su muerte. Aquí la dura realidad, la superstición de pueblo, la ficción chicha y la fe cristiana en su versión más disparatada se amalgamaron y, poco tiempo después, dio a luz un primer registro literario del cual fui testigo: El viaje que nunca termina de Calderón Fajardo, que fue reeditada recientemente por Ediciones Altazor. Y en estos tiempos de crepúsculos librescos y cinematográficos, de vampiros políticamente correctos, metrosexuales o anoréxicos, Calderón Fajardo insiste con la madre del cordero, con el pensamiento nocivo que pretendió dinamitar el Estado peruano. Se trata, sin duda, de una exquisita búsqueda de contrastes. Escribir sobre vampiros en el Perú, a mitad de la década de 1990 era, más que una osadía, un rotundo despropósito. Hoy, cuando nadie recuerda las torres derrumbadas ni los perros colgados de los postes ni los genocidios en los Andes, la historia vuelve a su fuente de origen, a los violentos hechos que tiñeron del rojo más doloroso la historia reciente peruana.
Sin ascos, Calderón Fajardo confronta metafísicamente el materialismo de panfleto. Lo desmenuza. Lo hace picapica de carnaval sin serpentina de colores ni agua florida. Para sus propósitos estéticos, el escritor se vale de su mejor ofensiva narrativa: la doble personalidad del personaje (que juega a ser y no ser sobre la base de la clonación), la triple fantasmagoría (en la figura de un esquivo eterno femenino) y la ambigüedad simbólica (que da luz negra para resaltar las diferencias espacio-temporales en un afán de inclusión visual).
El relato cuenta y descuenta hasta detenerse en la frase que atenaza al lector en la historia que supera al pretexto, va y viene hasta zafarse de la perspectiva de lo obvio y evidente, gira y se expande en el tiempo literario de las verdades que no se decoloran. La búsqueda de Calderón Fajardo es incesante en sus diálogos teatrales: el drama de la identidad deviene en tragedia colectiva y la comedia de la representación muta en tragedia personal. Queda claro que a Calderón Fajardo no le interesa cautivar a los adolescentes con una novelita sobre vampiros. La novia de Corinto (El regreso de Sarah Ellen), segunda parte de El viaje que nunca termina, apuesta por sortear las recetas de moda para proponer una novela que no envejezca jamás, como debe suceder con los verdaderos vampiros.
Nada es determinante ni concluyente en este horizonte literario. Todo está sujeto a la interpretación, pero con una lógica que no sacrifica los principios fundamentales. Por el contrario, esa cintura realista permite cubrir un mayor espectro de lo visible. Y sin caer en un realismo maravilloso ni en una fantasía absurda, la novela se afirma sobre la necesidad de releer todo lo que se daba como acabado e inmutable para la recuperación de la memoria. Desde esto, es posible tolerar lo imposible, darse ese margen de demencia para no enloquecer totalmente. Calderón Fajardo enfatiza ese tono de puesta en escena con cierto tinte hamletiano. Y más que el famoso dilema, el conflicto está en el plano del parecer, donde el fanatismo, la repetición mecánica del mensaje y el culto a la idea solo se detienen ante el muro del paroxismo. En este límite, Sarah Ellen —o cualquiera de sus manifestaciones— toma una consistencia que poco tiene que ver con las características típicas del terror como género. Se muestra el peor rostro del hombre no para asustar sino para engendrar un cambio, un estadio que supere cualitativamente el anterior. Así, como la orquídea, la belleza surge de lo hórrido y descompuesto, y nace la esperanza. Pero esto hay que entreverlo. La novela no cede tan fácil al final rosa… ni si quiera sucumbe al pleno esclarecimiento de los hechos. El reto va por cuenta del lector, que debe hacer su mejor esfuerzo para superar la inercia de Corinto, como símbolo del espacio idóneo para el proselitismo. Y este Corinto griego, lugar emblemático para las conversiones de San Pablo, transformado por la mano de Goethe y añejado por el paso del tiempo, es reinventado por Calderón Fajardo, mediante un extraordinario préstamo literario.
Corinto luce como meta concreta y, asimismo, como espejismo, pero es, además, un camino, una dirección, un propósito. Es el destino en un sentido absolutamente helénico, y también la búsqueda que la novia —la supuesta protagonista de la novela— le ofrece al líder clonado una vez que este ha logrado burlar la vigilancia de la prisión de máxima seguridad. Todo aparenta ser una venganza de Sarah Ellen y sus múltiples personalidades, en cuerpo de otra mujer. Pero es también posible advertir la cuota de sacrificio para la liberación, como una segunda piel de la vampira, y el consecuente reproche, como ocurre en el poema de Goethe. Y Corinto, extensión física de Sarah Ellen, insiste con su naturaleza de no-lugar para complicar los planes de la vampira encarnada en Rosalía que busca desvincular al líder alterado de su pensamiento pernicioso. Es un extenso diálogo de reproches con poéticos intervalos narrativos que ponen en evidencia la maldición del encierro. De algún modo se subraya el planteamiento de que la cárcel más cruel es la del propio cuerpo cuando se ha renunciado a la felicidad y apunta compulsivamente con cada uno de los músculos a la glorificación de una ideología.
Y así como Corinto es un fantasmal telón de fondo, Trípoli es el punto de partida. Este nombre propio es la simbolización del hostal de una estrella que sirve de escenario para los encuentros sexuales entre los protagonistas. Y Trípoli es también el espacio donde se va deshaciendo la ideología del líder, donde el Pensamiento Gonzales empieza a decantarse y el ajuste de cuentas se proyecta como un gran proyecto de salvación de almas. Sin embargo, bajo la «claridad» de las ideologías, las ofrendas poco valen, pues solo cuentan los sacrificios humanos: miles de víctimas para alimentar el terror, la intolerancia, la exclusión y el odio, para convertir las diferencias en heridas siempre abiertas en el cuello. Pero no todo está perdido para la recuperación del libre albedrío, para que las heridas cicatricen y las cicatrices se borren.