Miguel Ángel plantea, sobre la base de un conjunto de conocimientos y prejuicios que el lector —grande o chico— maneja acerca de los elefantes, una historia relativamente verosímil y tan fantasiosa como imaginativa sobre cómo superar una pesada enemistad. La elefanta Flor, que habla y razona con un nivel muy sobre el promedio que el de un político de esos que llegan a calentar asientos a nuestro Congreso, tiene el don de transformarse voluntariamente en flor, y presenta, además, la graciosa particularidad de decir «nu» en lugar de «no». Una historia para niños debe encantar a su público objetivo justamente por la historia, la cual tiene que ser fluida, en realidad, lo más fluida posible sin llegar a ser ligera ni banal, y estar salpimentada por anécdotas, gags, chispazos filosóficos que no parezcan chispazos filosóficos y disparates al desgaire que aporten a la trama de fondo, pero sin caer en el vicio de que sostengan el desenvolvimiento de los hechos. Miguel Ángel sabe de estos artificios para enganchar narrativamente a su público, para no distraerlo en asuntos adjetivos y accesorios, pero en La elefanta Flor conoce a la elefanta Phūla, además de cumplir con estas pautas narrativas y lúdicas propias del código infantil, se percibe cierta atmósfera como una suerte de valor agregado, que acerca particularmente al lector (u oyente) a la historia. El empleo de una primera persona plural, un nosotros muy sutil que aflora con cierto ritmo en clave de complicidad, refuerza el nexo entre el narrador y el lector (u oyente). Por medio de este nosotros algo chismoso y deslenguado nos enteramos de ciertas incomodidades de la elefanta Flor ante la elefanta Phūla. Lo cierto es que la elefanta Phūla es un personaje engreído, soberbio y vanidoso. Un perfecto antagonista que perturba la paz y armonía que irradia la elefanta Flor. Phūla es una exitosa actriz de Bollybood, una diva de armas tomar. Se las sabe todas para mortificar a la elefanta Flor, a quien conoce en circunstancias un tanto ridículas para esta, pero que serán determinantes para el final de la historia, en un remate muy dramático en el que convergen casi todos los conflictos de la narración para una solución de amplia base y muy satisfactoria. Resulta interesante como Phūla empieza a cambiar. Ella, que también tiene el don de transformarse en flor (en loto, la flor sagrada de la India, de ancestrales resonancias simbólicas), consigue hacerlo, además, internamente. Es decir, se convierte en mejor persona animal, o sea, elefanta. Pero su cambio no es completo ni absoluto porque las personas y los elefantes no cambian de un día para otro, aún le quedan ciertos tics de antipatía, de peligroso veneno femenino. (No hay que olvidar que el cerebro de un elefante pesa cinco kilos… así que cuando utilizan su inteligencia para asuntos no muy santos más vale estar lejos.) Lo importante es que Phūla reconoce su falta y es capaz, al menos, de pedir disculpas. Digamos que aprende a ubicarse. Y la elefanta Flor, por su parte, también cambia: aprende a defenderse y a poner en su lugar a la pesada de Phūla, de hecho, consigue controlar mejor su transformación física en flor, lo que redunda en una mejoría emocional y viceversa. Y tras todo esto el lector sospecha que hay algo más que se escapa, que es inasible y que tiene que ver con chispazos filosóficos y místicos muy bien camuflados. Miguel Ángel se ha preocupado en mostrarnos, sin efectismos ni rimbombancias, por medio de pistas y guiños varios, la vastedad metafísica de los indios y de la cultura hindú, sin que suene a lección que uno debe aprender para un control de lectura. La información y las reflexiones son pinceladas sutiles que van delineando las acciones, los personajes, los escenarios y, sobre todo, las ideas narrativas. Y aquello que se escapa a nuestra razón, que resulta inasible a nuestro entendimiento, consigue agazaparse como una doctrina profundamente humana que trata de restablecer las relaciones entre los individuos y su entorno cultural y natural. Casi se oye el susurro de la revelación: a la naturaleza no hay que maltratarla ni dominarla… sino comprenderla, amarla y saberla transformar para restablecer el único orden que puede hacer de la humanidad una carga menos pesada para el planeta.
Dicen que el universo tiende al equilibrio: por eso quizás existe un rey que mata elefantes y un escritor que escribe sobre ellos, que inventa historias maravillosas en torno a estos animales asombrosos justamente para que la gente se sensibilice y no hayan más monarcas con dudosos hábitos, con la esperanza de que el cosmos se desequilibre
positivamente. Como bien recuerda Miguel Ángel, por medio del personaje Radij,
asistente de la elefanta Phūla: «… el mundo está sostenido por ocho elefantes.
De ellos depende que el planeta esté en orden y paz. Cuando le pregunté qué
sostiene a esos ocho elefantes, me dijo que otros ocho elefantes. ¿Qué sostiene
a esos ocho elefantes? Pues otros ocho elefantes, y así, hasta el infinito». El
ocho echado, el símbolo del infinito, visto desde esta maravillosa metáfora que
explica cómo el mundo podría ser un mejor lugar no es un cuento para tomar a la
ligera. La fuerza multiplicada por la colaboración entre humanos y elefantes,
gracias al perdón, a la solución de malentendidos y al restablecimiento del
respeto y la admiración, pueden mover lo mejor de uno. Ganesh, el dios mitad
elefante y mitad humano, por quien la elefanta Flor experimenta tanta simpatía
hacia la mitad de la historia, se materializa en un poderoso colectivo que
consigue evitar la catástrofe y destrucción, pero, sobre todo, afianzar que
tras las diferencias hay una extraordinaria razón para ser mejores elefantes,
personas e, incluso, reyes.