La verdad política, al igual que la verdad literaria, es un bien
intangible que brinda una luz cuyo propósito es iluminar y, sobre todo, guiar,
es decir, servir de faro en las noches más oscuras de la historia para,
siguiendo la metáfora, no naufragar en las aguas encrespadas y renegridas de todo
aquello que menoscabe la felicidad, la integridad y el pleno desarrollo del
individuo. Sabemos que la verdad es difícil de hallar y que muchas veces se le
suele contrabandear como la realidad misma en un ocioso e innecesario ejercicio
de analogía. La verdad nos hará libres, refiere cierto pasaje de uno de los “libros
sagrados” en medio de un mar de mentiras; la verdad es un atributo divino,
junto con la bondad, la belleza y la unidad, según algunas doctrinas de la
Antigüedad; la verdad es, para algunos, absoluta, y para otros, relativa; la
verdad es un derecho ciudadano en la medida que es un preciado bien de la
humanidad… y podríamos seguir con estas bonitas palabras, pero sin tocar
realmente fondo ni sustantiva consistencia. El problema de la verdad es su
propia naturaleza abstracta, fruto de una ideación ancestral, transmitida de
generación en generación, que ha pasado por tantos matices como por el complejo
alambique de mentiras, dejando a su paso deyecciones que se han convertido en
verdades oficiales, dictadas por los que escriben e imponen la historia, es
decir, solo un aspecto parcial, incompleto y tendencioso de lo que pretende ser
la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. La
verdad se construye por medio de artificios lingüísticos y hasta mecanismos
ideológicos de toda ralea que traicionan su esencia misma, su misterio último,
y su proyección física y metafísica, para hacer del pacto de lo que se dice con
lo que se siente o se piensa solo una puesta en escena, un espectáculo banal e
inconsistente de depreciado valor. La verdad es un anhelo, un ideal, un
propósito que mueve al mundo cada vez más entorpecido por una dinámica de
medias verdades e incertidumbres patrocinadas por grupos que anteponen sus
intereses sobre el bien común. En un mundo cambiante, que no puede permanecer
quiescente, la verdad se erige como la propiedad que tiene una cosa de
mantenerse siempre sin mutación alguna, o sea, igual, la misma eternamente, por
ello el afán de rechazarla, rezagarla o encubrirla. En este punto, se puede
advertir que lo cierto de la verdad es su ineficiencia y falta de imperio en el
mundo euclidiano que, como algunos saben, se desbarata a la “luz” entrópica de
lo cuántico. Desde este enfoque, la verdad política se emparenta aun más con la
literaria, pues se construye casi con los mismos elementos, o sea, con la
mímesis, la verosimilitud y la ficción —y el pacto que esta implica, el cual
asegura que los lectores deciden creer en lo que escucharán o leerán, a
sabiendas de que todo es una gran fabricación, un magnífico invento, una
absoluta mentira—. Al igual que la otra, la verdad política tiene una línea de
flotación apenas sólida y estable, en buena medida porque es producto de un
artificio… y dar en este punto débil significa desbaratarla. Y cuando la verdad
política se deconstruye, se desmonta de su promontorio publicitario, aparece la
verdad a secas, como una corriente que vivifica para darnos una luz poco común,
y guiar al mundo hacia un espacio inspirador, regido por la esperanza e ideales
relacionados con el correcto proceder. En esta tarea mucho tiene que ver lo que
ocurre con el héroe, con aquel individuo que ofrece su vida por una causa
superior, noble y emblemática, con un fin de trascendencia que va más allá del
sacrificio político-partidario, para erigirse en modelo y molde no tanto para las
personas de su tiempo sino para los individuos aún por nacer y sus
descendientes y las siguientes generaciones. El héroe no surge de pronto en sus
coordenadas espacio-temporales. No es un hongo que aparece de pronto en una
zona oscura. Empieza a existir como materia consistente e incorruptible algún
tiempo después, para pervivir en la mente de su nación, y prepararla para
afrontar en mejores condiciones las jornadas de lucha que el futuro le depara.
De acuerdo con El héroe de las mil caras:
psicoanálisis del mito, de Joseph Campbell, el ciclo del héroe consta de
doce pasos. Este empieza con el mundo ordinario que rodea la vida del héroe,
luego sigue la citación a la aventura (a la posibilidad de seguir el llamado y
dejar el cómodo mundo normal). El tercer paso es el rechazo natural de la
llamada, el temor al cambio basado en dudas, vacilaciones y debilidades. Tras
la aceptación, está el encuentro con su maestro y guía. El quinto paso
significa el cruce del primer umbral, en otras palabras, el inicio oficial de las
aventuras del héroe. Esta etapa es la antesala de las pruebas que le impondrán
tanto sus aliados como sus enemigos, y esta representa la médula de la
existencia del héroe como tal. En el paso siete, el héroe, debidamente
entrenado, ingresa en la cueva más profunda de su contexto, a fin de cumplir la
misión la más importante, es decir, enfrentar a su peor enemigo, que a veces puede ser él mismo, proyectado como
dios o demonio. La etapa siguiente es la prueba decisiva del héroe, en la que
se juega el todo por el todo: nada menos que su vida y prestigio. La novena
etapa es el premio, la adquisición del objeto del deseo, el trofeo que lo honra
y enaltece, al punto de ser admirado aun por sus detractores. Luego llega el
tiempo de regresar, de dejar el espacio de la victoria, y esto muchas veces es
complicado y hasta engorroso. El undécimo paso es la resurrección “real” o
metafórica del héroe, es decir, la transformación de este, en términos de
sabiduría, seguridad y visión del mundo. Por último, el héroe regresa a su
origen con el premio ganado, con la gran presea que le da sentido y proyección
a su existencia. Acerca de esto (la consolidación del mito del héroe o de la
leyenda heroica), no hay nada nuevo bajo el sol, es un ciclo que se repite y reitera
en la ficción literaria, y se aplica o se sabotea en la realidad política. Nada
peor para un traidor que la conversión de su víctima en héroe. Nada más
contraproducente para un felón que enaltecer al caído en combate que honrando
la verdad sobre las circunstancias de su fallecimiento. La muerte de un líder en
plena lucha es muy distinta de un deceso por mano propia. El suicidio es un acto
individual, valiente sin duda, pero demasiado propio, íntimo y egoísta. Un
suicidio es, sin duda alguna, lo más opuesto a morir enfrentando al enemigo, que
supone el fin de la existencia sin renunciar a convicciones ni traicionar
principios ni valores. Esta última muerte es una lección de vida en la hora
final de la existencia, que se transforma inmediatamente en inspiración para un
colectivo, en luz al final de un túnel como herencia para la posteridad. No
redundaré en lo que expone con tanta meticulosidad Maura Brescia en el libro Mi carne es bronce para la historia,
cuyo subtítulo da el norte de esta amplia investigación periodística: Salvador Allende, la verdad de su muerte.
Solo me remitiré a dar fe de que este documento se compromete, en cada una de
sus más de doscientos setenta páginas, a cumplir con la verdad que ofrece en su
portada. Aquí no hablamos de la historia oficial que a lo largo de cuatro
décadas ha pretendido derrumbar al líder de una lucha denodada hasta el último
instante de su vida. Es una verdad política, pero, sobre todo, una verdad
humana. Maura Brescia, además de revelarla como el escultor que libera una figura
del bloque de mármol, la sostiene y la irradia con una pasión sorprendente. Un
héroe, para ser tal, debe seguir un ciclo que ya hemos visto gracias a Campbell.
Un héroe, como sabemos, forma parte de una leyenda o mito, y como tal, su
pueblo o nación espera su regreso o la aparición de alguien semejante a él, que
de alguna manera lo reencarne, represente o rescate del olvido. Con la verdad
—o el conjunto de verdades— de Mi carne
es bronce para la historia, Brescia vindica los instantes finales de
Allende. Nadie puede saber a ciencia cierta qué ocurrirá, a partir de ahora, con
quien fuera el primer presidente socialista elegido democráticamente, pero es
probable que este libro contribuya a darle la dimensión histórica que merece
este personaje latinoamericano. Dudo mucho que la verdad nos haga realmente
libres, pero con hacernos más humanos podríamos darnos por satisfechos, y la
verdad que implica Mi carne es bronce
para la historia es un aporte en este sentido trascendente. Quien lo lea,
sabrá que todo aparato político que menoscabe la felicidad, la integridad y el
pleno desarrollo del individuo, imponiendo una mentira como verdad oficial,
tendrá que asumir la mezquindad y felonía que lo ampara y sustenta.