El
hombre roto es la reunión de noventaisiete ficciones breves que
ha urdido con sobria precisión y ponderado ingenio Ana María Intili. La autora,
como reto al lector, le ofrece un libro compuesto por, digamos, ocho partes,
sin ninguna señal que lo evidencie o separe, y en cada una se desarrolla los
siguientes temas: 1) personajes feéricos, 2) personajes ficticios y reales, 3)
viudas, 4) situaciones absurdas I, 5) medicina y salud, 6) situaciones absurdas
II, 7) oficios, y 8) situaciones absurdas III. Esta gama temática no explícita
o, en todo caso, apenas insinuada por las ilustraciones de Carlos Atoche, que
en algunos casos marcan fronteras, nos ofrece la vastedad de la existencia y la
insignificancia de nuestras preocupaciones humanas, filosóficas, científicas,
psicológicas y aun mundanas.
“El hombre
roto”, el microrrelato que le da título al conjunto, es una suerte de centro o
pivote de esta constelación de historias breves pero plenas (antes de este hay
49 textos, y después, 47). En este minicuento —uno de los más breves del libro,
apenas dieciséis palabras— se plantea un conflicto que irradia su influencia en
lo leído previamente y en lo que uno está a punto de disfrutar como lector que
busca entretenerse, asombrarse e iluminarse (en el caso de que el libro se lea
como normalmente se hace). Pero antes de analizar este cuento clave que nos
permitirá hallar diversas trazas de versatilidad narrativa, fino y decantado
humor, y variada plasticidad para resolver los conflictos (nudos de la
historia) mediante ágiles e incisivos remates, conviene observar no pocas
cualidades literarias de la autora en el difícil arte de decir mucho en pocas
palabras, en la estética de ahondar en lo que se muestra textualmente fugaz y
efímero, en la virtud de atrapar al lector con mínimas pinceladas, para
conducirlo a un lugar privilegiado, desde el cual cada intriga cimenta, por
contagio, por contraste o por trasvase, el complejo escenario que va erigiendo
en el universo roto y discontinuo que inventa.
Como afirman
varios teóricos de la microficción, entre ellos Lauro Zavala, resulta
conveniente adoptar un criterio que otorgue unidad formal a un proyecto de ficción
breve. Esto, apunta el investigador mexicano, nos lleva a pensar que, a
diferencia de otros géneros literarios, la minificción tiende a ser un género
de textos gregarios, es decir, que su escritura tiende a ser serial. Y esta
particularidad, como hemos apreciado, es inteligentemente desarrollada por
Intili en El hombre roto, mediante
seis series dispuestas en ocho partes.
Los
noventaisiete microcuentos de El hombre
roto no son solo textos breves. Cada uno presenta ese algo indefinible que
implica la literatura, como precisa la venezolana Violeta Rojo. Las minificciones
de esta colección establecen, por ejemplo, relaciones con otras formas literarias
y obliga al lector a reflexionar para concluir la historia, hurgar en sus
recuerdos y experiencias para establecer los nexos con el protagonista, cuando
no halla en la proyección de su ingenio una respuesta que satisfaga la curiosidad.
Asimismo, presenta situaciones que parecen obvias, pero, al mismo tiempo, son elusivas,
originales, insólitas o finamente intrincadas.
Por otra
parte, el ritmo del libro, desplegado en los ocho momentos temáticos antes
referidos, denota intensidad de sus contenidos y un espléndido desarrollo con
recursos retóricos asociados a la estética de la elipsis. En este sentido la
brevedad no es una premisa formal o una consigna numérica (o sea, no solo es
ajustarse a una cantidad mínima o máxima de palabras) sino que es consecuencia
natural de la concisión, precisión y articulación con que la autora resuelve
sus inquietudes demiúrgicas en el ámbito de la escritura creativa.
Dicho esto,
regresamos a la microficción “El hombre roto” con un microscopio que nos
permitirá apreciar con mejores argumentos las implicancias de este relato brevísimo.
Intili nos propone un sujeto escindido, quebrado, separado de toda lógica
convencional. El caos o perturbación que supone un ser así nos mueve a
compasión, y a tratar de rehabilitarlo e integrarlo a sí mismo y a los otros,
para que pueda asumir nuevamente todas sus funciones y capacidades, es decir, restablecer
su amor propio (unidad) y autoestima (integridad). Un hombre roto es un ser
incompleto que nos afecta no solo desde un ámbito estético. La posible
eternidad (el ser pegado una y otra vez) es interrumpida hasta que empieza a
pesar la certeza de que no hay nada que hacer con el hombre roto. Este
convencimiento nos lleva del plano metafísico (propio de la perennidad e
infinitud), al físico (terreno, horizontal y plano), donde la perfección no
existe y la muerte es una amenaza constante. Esta ficción breve es una
magnífica metáfora del hombre contemporáneo, que se ve impedido de rehacerse
desde sus propias herramientas físicas y espirituales porque se mueve en un
plano que lo lleva a estar siempre disociado de sus creencias, y de lo que
considera y piensa el resto. El texto nos insinúa que algo superior a uno nos
mantiene en dicho estado porque nuestra naturaleza territorial, violenta,
separatista de estos tiempos nos empuja justamente a negar la integridad y
coherencia de antaño. El hombre roto es un proyección del individuo débil que
pretendemos ocultar o disfrazar con objetos materiales y liturgias vanas que
nos procuran una falsa calidad de vida y, por tanto, un estéril felicidad.
Desde los
primeros textos, en los que aparecen la Bella Durmiente, Pinocho, Blancanieves
y otros personajes propios de las ficciones maravillosas, la estrategia
narrativa de Intili apuesta básicamente por el giro sorpresivo a partir de una
cuña irónica, que busca tanto la sonrisa como la reflexión. En estos primeros
textos se incide en una aparente inocencia, propia de los cuentos de hadas,
pero también destila un sustrato cruel, hiriente y turbulento. Al finalizar
este grupo de microrrelatos, hay dos textos en una suerte de limbo, titulados
“El” y “Ella”, que juegan como bisagra que une dos planos, y que entre sí
suponen un contrapunto: el enfrentamiento sobre dos versiones que refieren la
misma historia, constituyendo un giro de tuerca a la denominada guerra de los
sexos.
El siguiente
grupo temático empieza con una “historia de amor” entre Romeo y Julieta. En
esta parte se profundiza las relecturas, pero con una intención más trasgresora
en comparación con la primera parte, echando mano, sobre todo, del humor negro
y las situaciones límite. La brevedad juega a favor de la autora para
sorprender y asombrar una y otra vez
al lector. Destaca el microrrelato sobre los últimos días del tirano iraquí
Sadam Husein, titulado sarcásticamente “American dream”, en las vísperas de
Navidad.
Luego sigue
la sección de viudas, que serían las versiones femeninas del hombre roto, pero
en situaciones cotidianas, hilarantes, extremas (sobre todo las ambientadas en
los funerales). En esta parte, Intili lleva a extremos su imaginación,
creatividad y sentido del humor, retorciendo al personaje viuda, pero con tal
cuidado y delicadeza, que no cae ni en el chiste propio de Melcochita ni en
estereotipos clásicos como el de la viuda alegre. Esto denota un firme sentido
de la intención literaria, aun cuando se torna irreverente, cínica, pendenciera
y pícara.
En los tres
conjuntos enfocados a situaciones absurdas es donde quizás la autora se siente
más a sus anchas y se atreve a explorar más posibilidades semánticas y a
plantear abiertamente osados juegos de palabras desde los títulos. En esta
sección en tres partes, Intili propone no pocos microrrelatos de registro
fantástico, con atmósferas, más que hilarantes, delirantes y desenfadas. En
esta sección rota y repartida, la autora denota un despliegue de sus intereses,
necesidades, inquietudes, desvelos y pasiones. La riqueza temática de las
situaciones absurdas lleva al lector a un derrotero en zigzag y, en algunos
tramos, a sinuosos atajos, para enfrentar microtramas complejamente
desternillantes.
Su
preocupación por la salud, la enfermedad y lo que pueden hacer al respecto
médicos de diferentes especialidad queda proyectada en un conjunto de
minicuentos de punzante sarcasmo. En este conjunto la autora nos restriega
constantemente por el rostro nuestra proximidad a la muerte, nuestra
indefensión y vulnerabilidad, nuestra imperfección humana, y nuestros sueños y
deseos de retrasar nuestra partida. Pero lo maravilloso de este restregamiento
es que lo trágico es un sustrato prácticamente invisible. O, más bien, es el
micropretexto para hacer más verosímil lo inexorable al ser humano.
Con la
sección de oficios la autora parece ser más temeraria en su propósito de
sacudir e influir en el lector. Estos microrrelatos nos alientas a mirar con
otros ojos a los zapateros, a los barberos, a los docentes y a las adivinas.
Una pertinaz mezcla de ternura y encono parece ser el hilo que une este
ramillete de textos, y de algún modo modifica nuestro parecer acerca de la
realidad.
La autora
echa también mano de la sabiduría popular en varias páginas de su libro para
ofrecer desenlaces realmente brillantes, pero conviene destacar la cuña de dos
páginas denominada “Diez proverbios y uno más”, que juega a ser y no ser un
decálogo, con ese aire de advertencia y recomendación que utilizan diversos
gremios para aplanar la mente y desterrar el pensamiento crítico.
El hombre roto es una reunión de
microrrelatos que enriquece nuestra mirada sobre la ficción, la vida y el
universo. Su autora no solo ha exorcizado demonios con este libro sino que ha
desplumado ángeles y despercudido la supuesta inocencia y sacralidad que estos
albergan. El hombre roto es un libro
para disfrutar y recomendar, pero particularmente para releer, como suele
ocurrir con las propuestas diseñadas para calar hondo, aquellas que se
robustecen con el tiempo, y envejecen no para morir sino para trascender.